Desde que eso que
llaman crisis entró en mi casa y se comió las marcas del frigorífico, porque
antes se había engullido parte de mi salario, y me dejó parches en vez de
novedad y estreno, compro en los chinos. Claro que cuidado con los chinos,
porque no todos son de Pekín.
No es sólo por la
crisis, yo compro marcas blancas y en los todo a cien, que el 1 de enero de
2000, igual que el cortado, pasó a ser todo a un euro, porque lo que pueda
adquirir en un establecimiento de renombre, con garantías o con pedigrí, ya lo
tienen por mucho menos en el chino. Serán imitaciones, pero a mí qué, mientras
hagan su papel me da igual que CH responda a Carmen Hernández o Chi Hong.
Así que reivindico
los chinos para purgar mi ira cuando veo el vestido que llevé en la boda de
fulanico a la mitad menos cien de lo que me costó en la tienda con dependienta
empalagosa jurándome que me estaba divino de la muerte.
Siempre he dicho
que me cuesta más trabajo mentir que decir la verdad, así que debo proceder de
otro mundo, porque la genética de este país es engañar, pero no engañar por engañar,
no, es engañar con sorna, engañar para llevármelas y si puede ser reírme hasta
quedarme sin aire.
Confieso que me
estafan en las tiendas de toda la vida y mira que me gusta ir de compras por el
barrio, pero es tanto el dolor que me produce ver en el chino o en el
mercadillo semanal la misma camiseta por diez cuando he pagado 35, que le daría
una patada al escaparate. Nunca he llegado a tanto y es probable que nunca
llegue, pero eso sí me cago en todas las ayudas de la administración para la
dinamización del comercio.