jueves, 31 de diciembre de 2020

2020


Ahora que nos despedimos, yo no te voy a echar en cara nada, ni te voy a dar el título al peor año, porque ¿de quién? ¿desde cuándo? 

Si estoy aquí, si no he sido derribada en este ascenso pedregoso que es la vida, no puedes ser mi peor año. He perdido, ¡cuándo no!, pero estoy aquí para contarlo, escribirlo, para celebrarlo.

Creo que sólo podrían despreciarte quienes se fueron, quienes han perdido el asidero. Hay que dejarles a ellos el plácet de reprocharte, sobre todo aquellos cuya marcha fue una interrupción súbita que les dejó a medias miles de planes y muchas carcajadas sin abrir. También pueden criticarte quienes no pudieron decir adiós ni siquiera con la mano. Ellos sí pueden odiarte y escupirte. Pueden maldecirte y hasta hacer una hoguera alimentada con cada una de las hojas del almanaque.

Pero no puedes ser el peor año para quienes seguimos en la carrera y tenemos la gran oportunidad de continuar respirando, brindando, saltando, incluso abrazando. No tenemos derecho a criticarte porque una pandemia nos haya privado de algunas costumbres. Es muy injusto, como tantas cosas que hacemos mientras la tierra da una nueva vuelta alrededor del sol.

No puede ser un mal año solo por que un virus nos ha limitado, impedido o alterado rutinas, o por que no nos haya dejado celebrar el cumpleaños por todo lo alto o nos obligara a suspender un viaje. Yo me he reído, he disfrutado de los míos, he leído, he ido al cine... Me han faltado cosas, pero ahora no sabría decir cuáles. No serían imprescindibles.

Por tanto, 2020 ha sido un mal año solo para quienes lloran pérdidas, los demás no deberíamos quejarnos.

Así es que no, no has sido el peor, por eso no siento ni la ansiedad por perderte de vista. No obstante, sí podrías haber sido el mejor. Eso es cierto. Y aunque el nuevo tampoco sea el mejor de mi vida, siento que me deparan nuevas carcajadas, encuentros agradables, conversaciones animadas e historias que me engancharán, incluso alguna canción que me erizará o un par de películas que me harán llorar. Si 2021 se queda al final en esto, seguiré siendo una privilegiada y tampoco podré echarle en cara nada. ¡Feliz año!

miércoles, 9 de diciembre de 2020

Homenaje

A mí tiene que empezar a importarme todo una mierda. Debo dejar que todo se deslice sin enredarse en la frente ni en el pelo, que los pequeños fracasos no engorden y que las insignificantes decepciones sigan siendo raquíticas.

No debo alterarme por la brutalidad de lo que oigo ni de lo que veo o leo, por esos linchamientos de boquilla (y plumilla) en twitter o en cualquier otro escenario, ni sentirme provocada por el recuerdo mohoso de alguien que se me ha quedado podrido y maloliente en algún rincón que no se ventila con limpieza diaria.

Si sé a quien quiero y lo que quiero, a mí todo lo demás me tiene que importar una mierda. Casi todo lo demás. Porque todo, es siempre demasiado y tampoco hay que generalizar, que eso es de vagos emocionales.

Me tiene que dar igual que mi propuesta o mi opinión pase de largo sin detenerse, que mis consejos caigan en un gigantesco saco roto sin fondo ni fin, de donde no hay rescate posible.

No debo dar importancia a no llegar a tiempo, a rutinas que se quedaron a medio, a pensamientos que se encajaron en la boca y no pudieron salir, a ese relato que comencé con entusiasmo y lleva años esperando un final, como cualquiera de tantos otros asuntos de mi vida real, incluso, de cualquier vida. No me debe roer lo que no me atreví a hacer ni lo que sueño que ocurra. Tengo que jalearme aunque sólo haya alcanzado la meta situada en el portal de casa. 

Debo adoptar y aceptar sin más aprendizaje, sin leerme el libro de instrucciones, la calma como santo y seña.


Porque ya sé que hay muy poco que merezca la pena, que la vida, en el mejor de los casos, son dos días.

Porque sé que todo puede cambiar, que nada es lo que imaginas, por lo que no hay que forzar. Además, casi todo se gasta.

Sé que me quedo con quien me ha hecho reír antes que con quien me ha dado un beso, porque el amor se va silencioso pero la risa tiene eco. Me quedo con quien comparte conmigo el entusiasmo por una lectura, el sabor del dulce de membrillo, la ilusión por un proyecto o por la receta de un guiso.

Que no hay que correr para ganar nada, que la vida no es una carrera aunque algunos la vivamos con prisa. Y que sí, que es mejor morir yonqui de lo que te gusta que harto de tristeza. Que es mejor un brindis en un momento inesperado que un cotillón de nochevieja. Que es más valiente la soledad voluntaria que batirse en duelo con armas de destrucción masiva. Que la vida son versiones y cada uno tiene la suya. Y que hay aceptar, porque en la guerra no logras nada aunque estés en el bando de los vencedores.


Es hoy, cuando el luto oficial se acaba y tu ausencia se queda (esa goteante ausencia tuya que es ya perenne), cuando todo esto brota y sé que eres tú quien lo empuja.

No lloraré, porque mis lágrimas no dejan surco, pero mis palabras sí. Va por ti, Sebas.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Coincidentes

Me dice una amiga a modo de piropo: “qué gusto encontrar iguales en el mundo”. Se me queda enganchada esta frase y me taladra, sin dolor, hasta el punto de dedicarle un hermoso espacio en todos los sentidos (grande, en murciano). Y es verdad, qué gusto da encontrarte con pensamientos hermanos, con reflexiones de otros que combinan bien en vocabulario y tono con las tuyas, con opiniones que se acoplan armónicamente, como si una expresión mía fuera buscando a su media naranja en el oído de otra persona o viceversa. Como si todas las palabras que emitimos formaran en verso correteando tras la rima. 
Cuando doy con una similitud, espanto cualquier señal de soledad en un planeta en el que cada día es tan difícil toparse con la verdad o algún sucedáneo o marca blanca (ya nos conformamos con menos) que nos reconforte. Yo ya me apaño con cierta claridad. La mentira o el bulo, que son espirales en forma de tifón arrasador, se han instalado en nuestras vidas como la mascarilla y cuesta apartarlos para que no te llegue el tufo.
Es complicado encontrar un alma melliza, que no gemela, que coincida contigo, y cuando eso ocurre, aunque no tengáis nada más en común, es una rareza maravillosa que celebramos abriendo los ojos y aplaudiendo con los labios. Es música.
Ya sólo leo ficción, tiene más realidad y sinceridad que la calle que se ve desde cualquier ventana. Supone un esfuerzo desesperante encontrar entre tanto mantra sectario y verborrea malintencionada una certeza, una frase con rigor, un juicio inteligente. Muchos hemos caído en la trampa de adorar la lucidez y el criterio con el fin de distinguir lo auténtico pero se hace difícil en una atmósfera inundada por la turbia calima.
Hemos sustituido el raciocinio por el ruido o por el chiste simplón, por la crítica descarnada hacia todo lo que se mueve o por las sentencias ridículas.
Y da gusto, mucho, que coincidamos en reconocer, señalar y separar frases bellas, inteligentes, rigurosas, a veces severas, que nos ayuden a condenar sin dudas los gestos machistas, la xenofobia ante los éxodos en patera, la rabia ante el abandono de refugiados y excluidos... Encontramos coincidentes la mayor parte de las veces en asuntos que son detestables, y en ese instante de reconocimiento al unísono sientes que has rozado la verdad. 
En esa batida por tropezarte con tus semejantes vas marcando distancias insalvables con personas a las que te unen tantas experiencias, tantos años, tanta relación (a veces sanguínea) que supone desgajarse de uno mismo, pero hay que soltar amarras, y yo lo hago, bloqueo, huyo y utilizo la pandemia para crear mi propio perímetro de seguridad, la mayoría de veces con silencio que rompo sólo cuando escucho al coincidente.
Al final todos buscamos el abrazo y el abrigo, la coincidencia y el respaldo, buscamos trenzarnos con otros con los que sólo tienes en común una idea, una opinión, un sentimiento. Y esto en tiempos de tanta pobreza intelectual en este largo otoño de hongos de rápida reproducción, es un milagro y da mucho gusto.

miércoles, 30 de septiembre de 2020

Madres

Me bullía la idea enmarañada, pero ha sido necesaria la muerte de otra de nuestras madres para cerciorarme de que en cada marcha hay un duelo intrínseco para aquellas que aún conservamos a las nuestras, como si empezáramos a practicar para cuando toquen nuestras despedidas irremediables, y eso  tiene mucho de cruel y también de certeza.

Las madres de mis amigas mueren y yo me aflijo por sus huérfanas pero lloro por mi orfandad probable cuando no toca. Ojalá no tocara nunca, pero es el único orden del universo que el ser humano, que lo ha atravesado, deformado y transformado todo, no puede trastocar, no puede agredir ni engañar.

Se mueren nuestras madres, esas mujeres silenciosas en tantos temas y trabajadoras que nos dieron todo lo importante, invirtiendo en estudios, bodas y nietos, sabiendo privarnos de lo escaso insignificante. Educaron a mi generación en unos valores incorruptibles, en compromiso, responsabilidad y dignidad. 

Se van las madres dejando un eco de preguntas, a veces retóricas, a veces mal respondidas: ¿has comido?, ¿a qué hora piensas volver? Y una estela de recomendaciones: Lleva cuidado, llámame cuando llegues. Eran, son, las madres a las que temíamos defraudar, las mismas que colocaron nuestros diplomas o títulos universitarios en su salón.

Nos hicieron de muro de contención, a veces ante nuestros propios padres, pero sobre todo ante rituales rancios. Por ellas mismas no les llevaremos luto aunque se nos ponga el corazón negro. Nos libraron de prejuicios y nos permitieron una libertad quedándose ellas una parte por pura proteccion.

Porque sí, entendieron la libertad que nos tocaba sin hacer demasiadas preguntas sobre su uso. Intuían pero callaban intencionadamente porque no querían toda la verdad de nuestros devaneos.

Son las madres de besuqueo escaso pero de asidero seguro, de las que no te sueltan la mano aunque hayas cumplido los 50, las madres de levantarte los sábados a limpiar y de enseñarte todo lo que ellas manejaron hasta el final con una destreza, que sabía a sábanas recién planchadas y a guisos de domingo. Nos regalaron hasta parte de su cuidado ajuar como compensación al no aceptarles el nuestro.

Nos pusieron el listón alto sin hablarnos mucho de la vida porque les bastaba dejar señalada la senda por la que seguir como si se tratara de la baba de un caracol. Lo hicieron bien. Las respetamos por ello pero sobre todo por ser nuestras madres, esas que aún, cuando vas a verlas, abren el frigorífico y la despensa para que te lleves algo de comer, esas que rieron con nuestros hijos, esas que mantuvieron a plomo nuestro hogares hasta el final, para que siempre tuviéramos un lugar donde volver.

Las madres de mi generación eran las que ocupaban la casilla con las siglas SL, sus labores, cuando había que rellenar algún formulario en el colegio y nos preguntaban por su profesión. Quizá fueron las últimas. 

Pero trabajaron sin descanso por que fuéramos bien vestidos y comidos, para que camináramos derechos, para sacarle a los dobladillos de faldas y pantalones.

Todo eso y mucho más son las madres que se nos van y, aunque sea ley de vida, dejan este inabarcable mundo más vacío y nuestras vidas llenas de vestidos a los que arreglar la cremallera, de estómagos esperando sus táper y de almas enlutadas hasta que nos reunamos con ellas.


martes, 18 de agosto de 2020

“Mascarillafobia”

Ya estoy curada de otra fobia, creo que nueva, la mascarillafobia. Al principio, era como esos jerséis de lana que pican y molestan o como estrenar una prótesis. Yo llegué hasta a sentirme ridícula. Todo eran pegas, que si no entendía bien a quien me hablaba con la mascarilla puesta, que si quítatela para un café, póntela para cruzar un pasillo...

Pero había que ponérsela y me sometí al nuevo hábito, porque lo de ir a contracorriente me gusta pero para otros asuntos donde no hay riesgo para ninguna vida. También es cierto que nunca he dejado que mis fobias me ganen en ninguna batalla. Bueno... sigo trabajando la musofobia, la nosofobia o la necrofobia. Y de momento las tengo a raya.

El caso es que como el tema está claro, me hice una lista para renegar de mi miedo y convertirme en la principal defensora de esta cosa con gomas que me da calor y me abre las orejas a partes iguales.

Para empezar me mitiga el mal olor que llega de sopetón. Porque no nos vamos a engañar, hay más gente en contra de la ducha que de la mascarilla, mucha más de la que pueda acoger la plaza Colón de Madrid, y ahora en verano ese feo vicio de renunciar al aseo diario es mortal.  Oye, ¿que vas a tirar la basura? pues quieras o no te evitas los efluvios del contenedor que en estos meses suben potentes. 

Otra ventaja es que estás irreconocible por la calle, así es que si te encuentras con quien no te apetece detenerte te puedes hacer el sueco (sueca).

Te puedes ahorrar un pico en barras de labios porque, total, no se te ve la boca.

Y, si te has dejado un paluego entre los dientes, no pasarás la vergüenza de estar exhibiéndolo con una amplia e ignorante sonrisa.

Puedes comerte una tostada con ajo, al receptor de tus mensajes no le va a llegar el tufo. Eso sí se queda todo para ti, y cuidado con eso que tampoco tiene que ser bueno.

Oculta defectos físicos de algunos y (algunas), por ejemplo, si estás mellado.

Y luego si eres muy detallista te las puedes combinar con la ropa.

No se te ve tampoco el bigotillo que llevas meses queriendo llevar al láser o darle forma.

Y puedes bostezar con la boca tan abierta que la campanilla, por mucho que quiera ventilarse, se va a tropezar con el telón.

Si no convencen los beneficios, hay, no nos vamos a engañar, una gran motivación: la multa que te puede caer por no llevarla.

Si es que al final todo son ventajas. Y, claro, luego está la otra, la buena, la gran ventaja: cuando te pones la mascarilla evitas al otro, cualquiera que sea, que se contagie de ti, si es que fuera el caso. Y esto me resulta hasta poético. Resguardar al prójimo del veneno del virus, defenderlo del bicho. Pocas veces nos volveremos a encontrar con la posibilidad de protagonizar una gesta igual. Proteger al otro con un escudo de tela tan débil y aparentemente tan inofensivo. Resulta un objetivo hermoso, casi impropio o anacrónico con estos tiempos. Por eso, salir a calle y formar parte de este ejército de enmascarados es casi un acto de generosidad, inconsciente quizá, pero generosidad.

La mascarilla se ha convertido en un consuelo ante el veto a los abrazos, achuchones y besos impuesto por un distanciamiento social que nos convierte a todos en sospechosos, lo que ya no tiene nada de poético.

Me viene ahora a la cabeza aquel lema de la campaña contra el SIDA, póntelo, pónselo. Parece como si los virus se fueran dando relevo mientras nosotros utilizamos los mismos mensajes para sensibilizarnos y salvarnos. Así es que póntela. Y no digo pónsela por aquello del distanciamiento social.


sábado, 27 de junio de 2020

Mejores

Hemos dejado atrás el estado de alarma y ya nos creemos normales. Desde el momento cero hemos salido a las calles contagiados por un frenesí, parecido en lo incomprensible a la compulsiva compra de papel higiénico. Es curioso que una de las acepciones de normal sea lógico porque yo este delirio lo sitúo a años luz de lo racional y de la razón.
Una pena que estemos desaprovechando la oportunidad. Una vez comprobado que el planeta es capar de subsistir sin nuestra presencia, que las ciudades no se resienten sin nuestro ruido y que las calles no nos echan de menos, deberíamos sacar conclusiones acerca de este reciente periodo de confinamiento tan excepcional, tan raro y tan memorable.
A mí me ha gustado confinarme. Me ha parecido una experiencia de la que he podido aprender a vivir detalles que tan fugazmente nos rozan a diario sin prestarles ni un mecánico pestañeo.
Pero la principal y más admirable enseñanza es que, pese al poder del ser humano y su evolución, el entorno que intentamos doblegar en favor de un supuesto bienestar ha respirado aliviado. Y lo que es aún más sobresaliente, es capaz de vivir independiente de nuestra existencia.
Ahora contemplo las calles repletas de seres, ansiosos por recuperar una normalidad como si fuera la panacea y creo que es por aferrarnos a lo que conocemos, a lo que sabemos manejar. La normalidad es a lo que vuelves tras unas vacaciones, un viaje o un evento. Sin embargo, el estado de alarma no nos ha dejado igual, pero ¿seremos mejores?
Creo que no, no es que hayamos salido peor, aunque sí igual que antes. Hemos salido a estampida, con mascarilla, embadurnados en gel hidroalcohólico y con la misma tontuna de antes, con la misma incontinencia consumista y con la misma rabia tras la otra mascarilla, la de las redes sociales.
Mejores no, pero anormales sí. Somos anormales por esta fiesta de máscaras sin fin y también porque no nos hemos permitido entrar de puntillas de nuevo en las calles de la ciudad y respetar al menos durante un tiempo su silencio y su paz.
Me inquieta volver a lo vivido, a lo conocido, a lo de siempre, sin superarnos. Yo confiaba en que el encierro al que nos sometió el bichito nos iba a transformar en seres más extraordinarios, más agradecidos, solidarios, generosos y tolerantes. Creía, abducida por otro bichito, el de la fantasía, que en cuanto descubriéramos la gratitud de la naturaleza floreciendo, purificándose, engrandecida, que en cuanto gozáramos de la quietud de las ciudades, de las autovías sin accidentes, del aire más limpio, nos íbamos a abrazar a este entorno nuevo y nos mimetizaríamos con él.
Yo, lo reconozco, he estado en la gloria, rara, pero en la mismísima gloria. El encierro me ha dado muchas cosas buenas y me ha evitado otras malas, como tener que escuchar, incluso ver, a personajes que el destino pone en tu vida. Cada uno tiene su cruz.
Así que a mí que me echen otro confinamiento. Prometo no hacer ruido.

miércoles, 29 de abril de 2020

Desinformación

Mientras, casi de una tacada, se han silenciado de las calles de nuestras ciudades las conversaciones, los motores, los pitidos, las carcajadas, el griterío infantil de los viernes por la tarde y los ladridos desprevenidos, mientras parece que podemos disfrutar de una excepcional e inaudita calma, nos empeñamos en llenarnos de ruidos, que no dejan de ser sustitutos peores de los que sólo flotaban en el ambiente sin mayor utilidad que el que pueda tener un jarrón vacío encima de un aparador.
Está claro, no sabemos vivir tranquilos ni adaptarnos al nuevo hábitat y estamos siendo tan ridículos y absurdos de incrementar el volumen de un ruido bronco y malintencionado, incapaz de traer algo de bienestar a nuestros hogares. Es más, le abrimos la puerta cuando tantas veces la trancamos a oportunidades que nos harían mucho bien. En fin, somos animales de costumbres donde reina a sus anchas la contradicción. No he descubierto nada nuevo.
Esta incipiente moda del bulo o de las fake news nos ha hecho pasar, en lo que dura un pestañeo, de la sociedad de la información a la era de la desinformación, y es que cuando hay ruido, estridencia e histeria no se puede escuchar la música.
Me entristece que esta macabra moda haya convertido en hinchas a cientos de personas, por no decir miles, de productos enlatados y a medida de quienes no se preocupan o no saben que la verdad hay que trillarla y que muchas veces no se da de una. Los bulos son como las dietas milagro, que son mentira y a veces te dejan con efectos secundarios, aunque lo peor es que, después de vociferar como energúmenos una defensa ciega de una supuesta noticia sin contrastar o comprobar, no hay nadie que reconozca el error de su adhesión idiota a una publicación sin sustento, es más, tras descubrirse la falsedad, se sigue creyendo que la verdad es una manipulación. ¡De locos!
Me entristece también que se llamen periodistas quienes levantan y engordan estos bulos y que se consideren medios de comunicación quienes los difunden. Esto ya no es lo que era, cuando en la redacción de un periódico te obligaban a llevar las dos versiones de una denuncia, si no, olvídate de publicar. 
Hemos vuelto a la Edad Media cuando las leyendas y fantasías eran dogma de fe. Sin embargo, a favor de aquellos antepasados he de decir que la inmensa mayoría ni sabía leer, ni había visto un libro, pero mis coetáneos, casi todos ellos, tienen como mínimo un graduado escolar.
En esto, lamento decir, las redes sociales, que para mí tienen una utilidad fascinante, son un cuchillo de doble filo, lo mismo me encuentro un hilo maravilloso sobre cine o sobre una historia de superación que decenas de publicaciones faltas de seso y, peor, sin gracia.
Entiendo que la avalancha informativa provoque confusión y cueste separar el grano de la paja. Es probable que sea necesario cierto entrenamiento y, si se me permite un consejo, si alguien quiere información veraz que lea un periódico o atienda un telediario, es más, seamos ambiciosos, leamos  dos periódicos distintos y dos informativos de canales que sean competencia. Sólo así se podrá rozar la verdad, lo demás es todo estridencia.

martes, 24 de marzo de 2020

Coronavirus



Hablando del coronavirus. El único día que he salido de casa ha sido para hacer la compra en un supermercado. Soy una ciudadana ejemplar, obediente y disciplinada. Aunque tampoco estoy gozosa, porque cuando ves que hay tantos de tu misma especie a su bola, no puedes dejar de hacerte la pregunta tonta y retórica ¿para qué me estoy molestando?

En fin, en el supermercado, voy directa al ‘grifo’ del gel desinfectante y, a pelo, sin guantes ni mascarilla ni nada de nada, empiezo a llenar la cesta. Compro hasta papel higiénico. Pero conste que he mantenido el pulso o el desafío hasta el último cuadradito del último rollo.

En mi recorrido por los pasillos, intento no rozarme con nadie, no tocar los productos 

que no me voy a llevar y, en fin, prevenir, proteger y protegerme. Sin embargo, todos mis congéneres iban equipados a la perfección. Pensé que estos venían ensayados de otra pandemia porque no lograba ni logro entender lo bien acorazados contra el virus que salen a la calle. A mí, tengo que confesarlo, me ha pillado con la cara al aire.

Cómo me vería la cajera, que me sacó de estraperlo una caja de guantes y unos botes de gel hidroalcohólico. De pronto, temí estar cometiendo alguna ilegalidad, porque yo soy muy de cumplir con las normas. A mí que me echen cuarentenas que no tengo problema.

Pero no. No era contrabando el material de protección que me vendían de ‘extranjis’. ¡Qué no los tenían en las estanterías porque la gente se los lleva a capazos! El papel higiénico sí estaba en su sitio, pero ese día.

Yo, esto de acaparar como si esto fuera una guerra, como si hubiésemos sufrido alguna en las últimas décadas y en nuestras carnes, me resulta tremendamente egoísta, un rasgo muy humano, muy de sálvese quien pueda.

Quizá sea producto del miedo. Sería todo más entendible, aunque no justificable. Sin embargo, a mí lo que me da un miedo paralizante es precisamente el egoísmo. Ese que te ciega en un supermercado y cargas con todo sin pensar en nadie más, ese que se pasa por el forro el confinamiento y sale a la calle a hacer deporte o de excursión, ese que desde el balcón señala y abuchea contra el que pasa sin saber si viene de trabajar o de llevarle el pan a su madre, ese que aprovecha la libertad y el anonimato de las redes para vomitar su bilis, que contamina más que el coronavirus...

El miedo es libre. El mío es más por el egoísmo que por el propio virus.



Mi abrazo ‘chillao’ y mi aplauso eterno para quienes se han vacunado contra el egoísmo y ofrecen lo mejor de sí durante estos días.


viernes, 31 de enero de 2020

Error

Nos estamos equivocando. Con demasiadas cosas. 

Me preocupa sobremanera que nos dediquemos tanto tiempo y con tanta energía a exponer, visibilizar con opiniones y críticas, con denuncias y hasta con blasfemia aquello que no merece ni un graznido ni un rebuzno, por muy aberrante, catastrófico y peligroso que nos parezca. 

El protagonismo que le damos a aquello de lo que abominamos con nuestra voz, todos los días a todas horas, es un engorde y a las bestias no les importa engullir morralla con tal de alcanzar la fuerza que necesitan para devastarlo todo. Cuidado con eso.

De todas formas, hay fieras que ya tenemos criadas y sueltas vertiendo detritus e infectándolo todo.Y a cada cagada, un titular ¿No sería mejor pronunciarse en silencios? ¿Dejar que la mudez contrarreste el grito e impregne la atmósfera eliminando los malos olores?

Debe estar en nuestro ADN, no dejar puntada sin hilo, pregunta sin respuesta, contestación sin réplica. En ese ruidoso enredo, los malos cabalgan más rápido. Y las huestes de los malos se mueven al son del zumbido, cuando no del chasquido. Si apagamos el sonido, los inmovilizamos. 

Hay demasiada notabilidad gratuita, demasiado bufón haciendo gracietas y piruetas forzadas para llamar la atención, demasiado ‘artista’ sin arte alguno. Y todos, todos, tienen el mismo objetivo común: hacerse ver y notar y, como consecuencia, cebar la lista de hinchas reproductores, como grabadoras, de todas y cada una de las asnadas oídas.

Hay que pulsar el botón de off. No hay que discutir lo que ya está claro, ni pelear lo que ya está ganado. Los disparos son para la guerra real ¡y hay tantas! Hay que reservarse.