martes, 18 de agosto de 2020

“Mascarillafobia”

Ya estoy curada de otra fobia, creo que nueva, la mascarillafobia. Al principio, era como esos jerséis de lana que pican y molestan o como estrenar una prótesis. Yo llegué hasta a sentirme ridícula. Todo eran pegas, que si no entendía bien a quien me hablaba con la mascarilla puesta, que si quítatela para un café, póntela para cruzar un pasillo...

Pero había que ponérsela y me sometí al nuevo hábito, porque lo de ir a contracorriente me gusta pero para otros asuntos donde no hay riesgo para ninguna vida. También es cierto que nunca he dejado que mis fobias me ganen en ninguna batalla. Bueno... sigo trabajando la musofobia, la nosofobia o la necrofobia. Y de momento las tengo a raya.

El caso es que como el tema está claro, me hice una lista para renegar de mi miedo y convertirme en la principal defensora de esta cosa con gomas que me da calor y me abre las orejas a partes iguales.

Para empezar me mitiga el mal olor que llega de sopetón. Porque no nos vamos a engañar, hay más gente en contra de la ducha que de la mascarilla, mucha más de la que pueda acoger la plaza Colón de Madrid, y ahora en verano ese feo vicio de renunciar al aseo diario es mortal.  Oye, ¿que vas a tirar la basura? pues quieras o no te evitas los efluvios del contenedor que en estos meses suben potentes. 

Otra ventaja es que estás irreconocible por la calle, así es que si te encuentras con quien no te apetece detenerte te puedes hacer el sueco (sueca).

Te puedes ahorrar un pico en barras de labios porque, total, no se te ve la boca.

Y, si te has dejado un paluego entre los dientes, no pasarás la vergüenza de estar exhibiéndolo con una amplia e ignorante sonrisa.

Puedes comerte una tostada con ajo, al receptor de tus mensajes no le va a llegar el tufo. Eso sí se queda todo para ti, y cuidado con eso que tampoco tiene que ser bueno.

Oculta defectos físicos de algunos y (algunas), por ejemplo, si estás mellado.

Y luego si eres muy detallista te las puedes combinar con la ropa.

No se te ve tampoco el bigotillo que llevas meses queriendo llevar al láser o darle forma.

Y puedes bostezar con la boca tan abierta que la campanilla, por mucho que quiera ventilarse, se va a tropezar con el telón.

Si no convencen los beneficios, hay, no nos vamos a engañar, una gran motivación: la multa que te puede caer por no llevarla.

Si es que al final todo son ventajas. Y, claro, luego está la otra, la buena, la gran ventaja: cuando te pones la mascarilla evitas al otro, cualquiera que sea, que se contagie de ti, si es que fuera el caso. Y esto me resulta hasta poético. Resguardar al prójimo del veneno del virus, defenderlo del bicho. Pocas veces nos volveremos a encontrar con la posibilidad de protagonizar una gesta igual. Proteger al otro con un escudo de tela tan débil y aparentemente tan inofensivo. Resulta un objetivo hermoso, casi impropio o anacrónico con estos tiempos. Por eso, salir a calle y formar parte de este ejército de enmascarados es casi un acto de generosidad, inconsciente quizá, pero generosidad.

La mascarilla se ha convertido en un consuelo ante el veto a los abrazos, achuchones y besos impuesto por un distanciamiento social que nos convierte a todos en sospechosos, lo que ya no tiene nada de poético.

Me viene ahora a la cabeza aquel lema de la campaña contra el SIDA, póntelo, pónselo. Parece como si los virus se fueran dando relevo mientras nosotros utilizamos los mismos mensajes para sensibilizarnos y salvarnos. Así es que póntela. Y no digo pónsela por aquello del distanciamiento social.