jueves, 1 de diciembre de 2022

Comunicarse

Ayer, mi madre (78 años) me pidió que le abriera una cuenta en Facebook. Me hizo gracia y la solicitud nos sirvió para echarnos unas risas. Le creé un perfil con su foto, su fecha de nacimiento y con el nombre del pueblo en el que vive. Ya está.

Mi madre, con su edad, ha conocido otros sistemas de comunicación, sobre todo, misivas que siempre comenzaban con un “queridos padres, espero que a la llegada de esta carta se encuentren bien, nosotros quedamos bien G. A. D.”. Eran otros tiempos, aunque no tan lejanos para esta tremendísima revolución que ha transformado la comunicación, que ya no la conoce ni la madre que la parió. Para las urgencias (habitualmente un fallecimiento), estaba el telegrama. Posteriormente, usó el teléfono colectivo, el de pasos, y la cabina (y todo de forma muy ocasional). Ahora ya es una ‘máquina’ del WhatsApp, al que lleva loco con tanto dictado. A nosotros, también, pero nos solidarizamos.

Pues esta mujer ha entendido perfectamente que si quiere comunicarse con conocidos y familiares, que el tiempo y el espacio ha alejado, tiene que pasar por el aro de Internet. Además, quiere ver lo que publican sus nietos y estar a la última. Me parece maravilloso. Ya está bien de estar pendiente de lo que dice Rociíto, que no le toca nada.

Esto me dio que pensar. Todos estamos inmersos en una colosal red que nos lleva dando vueltas por el universo entero y no somos conscientes de las personas que se han quedado afuera. Y no me refiero a aquellos que han decidido mantenerse al margen, sino a aquellos que están obligados a desasirse porque nadie les ha explicado cómo, ni para qué y esto les ha relegado (arrinconado, desplazado, excluido… aislado). Muchos de nuestros mayores tuvieron que vivir, y superar en ocasiones, el estigma de ser analfabetos o de no tener estudios suficientes, y ahora, tras larguísimas trayectorias vitales y profesiones, vuelven al mismo camino cuando se les califica de analfabetos digitales. Me parece triste.

Nuestros mayores han tenido que cambiar el concepto de correo, ellos que durante décadas utilizaron el postal, han tenido que comprarse un móvil, instalarse el WhatsApp e intentar comprender que ahora ya enlace es un lugar en el espacio digital y no la palabra de una invitación de boda.

Son personas que para pedir cita en el médico siguen llamando por teléfono o acercándose al centro de salud, son personas que aún hacen colas en los cajeros para sacar dinero porque no se fían de pagar con tarjeta, son aquellos que para hacer un trámite se plantan en su ayuntamiento y hablan, si hace falta, con el concejal. Mi padre es de los que se acerca y pregunta hasta por el alcalde, quien, por cierto, sale y le saluda. Es memorable. Son, en definitiva, personas que siguen siendo presenciales en todas las administraciones. No se relacionan con máquinas ni saben hacer gestiones digitales. Y sobreviven. Hay vida sin Internet, aunque sea más complicada.

Pero cada vez es más difícil para ellos, ya nada se escapa al ciberespacio, por cuyos confines hay que viajar para realizar los trámites más comunes, incluido enviar la lectura del gas. Les cuesta entender que todo está en la nube, porque estas no son como siempre, blancas, salpican el cielo y a veces hasta descargan agua, son más del tipo despensa, donde todo se guarda como si esperáramos una guerra.

Es muy enrevesado para ellos, que no han tenido la educación que nosotros, ni las posibilidades, que han vivido, cuando aún lo podían aprender todo, con dos canales y tres emisoras, ¿cómo les vas a hablar de podcats o de streaming?. Y eso que ya entendieron que no hace falta comprarse un disco para escuchar música. No obstante, el nivel de comprensión va más lento que la velocidad de una wifi.

Ellos mismos nos educaron para ayudar a nuestros mayores a cruzar la calle, ahora toca también ayudarles a comunicarse. Y quienes navegamos o flotamos más o menos con soltura por Internet debemos asumir otro aprendizaje, que comunicarnos puede ser presencial y hay que practicarlo.