domingo, 14 de noviembre de 2021

Mérito

No tiene mérito nada. Ni tu título universitario, ese que daban después de cinco años de carrera en un tiempo en el que no todos podíamos estudiar ni mucho menos marcharnos desde el pueblo o desde provincias a, por ejemplo, Madrid.

No tiene mérito que no seas un asesino, ni que no te rías de quien se tropieza en mitad de una calle. No tiene mérito tampoco que te acuerdes del cumpleaños sin el chivatazo de Facebook.

No tiene mérito que recicles ni que utilices las papeleras de la calle. Tampoco que no te saltes las colas. Igualmente, no tiene mérito la resistencia ni la lealtad, ni la valentía, ni el esfuerzo ni el saber estar, ni la contención, ni la honradez... Ya sé que estar en posesión de todos estos valores y de alguno más es la perfección y la perfección tiene que ser aburrida, pero con un par por ser humano yo creo que iríamos mejor pertrechados por el mundo y, además, seríamos los albañiles de una sociedad mucho más digna.

El mérito está en horas bajas. Se ha depreciado su valor. Se ha difuminado como un tique de compra guardado en la cartera durante semanas. También, los valores. Se pierden como las pompas de jabón que tratan de agarrar los críos saltando en la calle.

Tampoco tiene mérito que te apartes de los programas basura para que tu presencia  no engorde aún más el share de los reality que, eufemismo al canto, no tiene nada que ver con la realidad real, la de la calle. Son circos de un submundo cuyos protagonistas son sucedáneos de seres humanos, igual que los representantes de algunas formaciones políticas.

El mérito está en tener un primo, un apellido o en caer en gracia. Pero después, elegido por tan alta distinción y titulación, cuando hay que remangarse, entonces el seleccionador tiene que quedarse con un atontado o atontada (que yo creo en el lenguaje inclusivo) que no sabe y que tampoco tiene interés porque su valía es sanguínea, sin aval académico.

Si apartamos el mérito como garantía de nuestro bagaje, si renunciamos a los valores ¿cómo nos diferenciamos entonces?, ¿cómo nos queremos o elegimos?

Sin embargo, lo peor es que nadie lo está echando de menos. Y, quizá, esta es la introducción al apocalíptico apagón que ahora nos amenaza cuando, la verdad, es que ya lleva entre nosotros demasiado tiempo, en la tele y también en muchas instituciones públicas.

Sin mérito ni valores nos apagamos como seres humanos, nos volatilizamos. Así es que temer un cataclismo es una inocentada. La oscuridad lleva acomodándose entre nosotros lustros y no nos percatamos, como cuando cae la noche y sigues leyendo ese libro que te tiene atrapado sin notar que no queda luz. Tal vez para que nos enteremos hay que gritarlo más desde los reality.

lunes, 1 de noviembre de 2021

Cementerios

Para mí, el Día de Todos Los Santos ha sido tradicionalmente una jornada no laborable, de tiendas cerradas y de reportajes informativos sobre multitudinarias visitas a los cementerios. Hoy también ha sido un día así, pero no quiero que pase sin pena ni gloria, quiero grabarlo, lacrarlo en mi memoria para compensar todos esos futuros días de Todos los Santos que ya no serán como este. Quiero celebrar esta jornada porque un año más nadie espera en ningún camposanto que le lleve flores, porque todos los míos siguen conmigo. 

En general, los cementerios me han producido siempre cierto espanto. Observo desde lejos casualmente los largos cipreses despuntando entre los muros cerrados y me provocan un gran rechazo. Probablemente es el sitio del universo en el que nadie quiere estar. No lo puedo evitar. Son lugares que no me producen ninguna atracción. Y eso que los rituales, como es el caso del enterramiento, me llaman mucho la atención. Tampoco me gustan los tanatorios ni los hospitales. Abomino de los espacios de tristeza, con la misma fuerza que huyo de mi inexorable destino.

Y tienen su atractivo. No sé a quien se lo he oído o dónde lo he leído pero las diversas culturas se caracterizan también por la forma de enterrar a sus muertos. Quizá fue a Saramago. Hace ya muchos años le pregunté si tenía algo especial con los cementerios por su reiterada descripción en algunos de sus relatos. Me dijo que solía visitarlos cada vez que pisaba una ciudad nueva.

Reconozco que me fascina la gente que aprovecha este día para acercarse a un cementerio. Puedo entender el espectáculo de flores y velas, de acarrear con escobas y bayetas para limpiar lápidas, de oraciones sentidas, de desplegar sillas para echar la mañana o la tarde y de encuentros casuales entre familiares y conocidos.

Pero yo no quiero enterrar a nadie, ni que me entierren, quizá de ahí, del rito de sepultar, de esconder y de despedir me venga la fobia. Si la muerte fuera un dejar de existir sin tierra ni fosa ni flores no me pondría tan maniática ni tan temerosa. Sí, ya sé, me pueden incinerar, pero el fuego tampoco me atrae como a un pirómano, yo preferiría que me llevara el viento, sin ataúdes ni coronas.

Mi repelús tiene mucho que ver con mi propia incapacidad para disgregar cementerio de muerte, a la que siempre he obviado y, a la pruebas me remito, esquivado. Es para mí la auténtica incógnita del cosmos, no tanto por lo que depara sino por el hecho mismo de que se produzca. Evidencia con tanta claridad nuestra vulnerabilidad y nuestra debilidad que me parece sobrenatural. Pero morir es fácil aunque a muchos nos angustia y nos tortura. Sin embargo, la verdad es que lo difícil es la vida, cada día. Enfrentarnos al mundo cada minuto de nuestra existencia es mucho más farragoso. Como decía Carmen Martín Gaite “lo raro es vivir”, y pese a ello, seguimos enganchados.

Así que celebremos que estamos en esta rareza que es la vida, y respecto a los cementerios, que me esperen. No tengo intención de encerrarme en ellos ni muerta.

miércoles, 28 de abril de 2021

Mudanza

 


“Tengo el cuerpo hecho al traslado”. Es un mantra que me acompaña casi como un soniquete desde hace ya mucho. Yo me lo inventé como resumen y también como respuesta a la dificultad de la pregunta ¿de dónde eres?, que siempre he rehuido.

Trasladarse o mudarse puede ser una especie de alzamiento pero también un movimiento suave que te lleva sin darte cuenta a otro lugar o momento. He tenido muchas mudanzas, al principio eran un cambio físico, de lugar y de personas que dejabas atrás, textualmente, a través del parabrisas de un coche cargado de maletas y alguna caja que se había salvado del camión con los enseres familiares.

Muchas casas, muchos vecinos, demasiados lugares. Eran cambios que te despojaban de todo, de un hogar del que conocías hasta el número de losas del largo pasillo, la puerta que no encajó nunca, la cocina de formica lustrada cada día por mi madre y el perchero tras la puerta del baño con el uniforme de mi padre.

Había que empezar de nuevo cada década, como mínimo. Parecía fácil y rápido que todo se ensamblara pero de aquel peregrinaje no se puede salir indemne. El reguero de amistades, de centros educativos, objetos y recuerdos que se quedan inmortalizados en una nostalgia ciega son demasiado equipaje aunque lo dejes abandonado y esparcido en cada uno de los trayectos.

No puede ser introvertida ni tímida la persona que tiene que empezar de nuevo en un ambiente desconocido y yo lo era. Mucho. No obstante, la novedad del recién llegado me abrió puertas con facilidad en algún lugar, el único del que guardo recuerdos. Todos los demás, el resto de destinos, se quedaron en pabellones fríos distribuidos en patios interiores, como una corrala fortificada bajo el lema ‘Todo por la patria’ sobre una bandera, que entonces solo te enseñaban en los libros a modo informativo y nadie enarbolaba en nombre de nada, si acaso, podías identificarla en la cima de un edificio alto, muy escasos, y sobre todo en las guirnaldas de las calles en fiestas. La bandera agitada era para los cuartos de algún mundial del que nunca salíamos bien parados.

Yo viví esos traslados. Pero todos tenemos mudanzas. Cambiarte de piso, cambiar de trabajo, cambiar de pareja, aumentar la familia... A veces te mudas sin moverte del sitio y es curioso cómo lo soportas todo, cómo tu piel se va estirando para ajustarse y cubrir cualquier circunstancia o situación. Y ya no vuelves a ser la misma persona ¿cuántos individuos pueden caber en un solo cuerpo?

No sabes qué es lo que te cambia si las personas que vienen con la mudanza o si tu propia reconversión al modificar tus costumbres y gestos para asemejarlos al nuevo hábitat. Y cambias y sufres inquietud, temor, vértigo...

Da igual la edad que tengas. Da igual si has buscado la mudanza, da igual incluso si es lo que quieres o necesitas. Llega y yo, que tengo el cuerpo hecho al traslado, lo encaro y lo asumo. Salga quien salga de ahí.

domingo, 21 de febrero de 2021

Presencial

Nada. No me han convencido. La semi presencialidad de las clases es un apaño poco útil. Y estoy siendo sutilmente cauta.

Al margen del esfuerzo de los profesionales de la educación, a quienes me he encontrado por diferentes rincones de mi casa, una mañana sí y otra no, la fórmula no es más que un ensayo que hace aguas. Para la próxima pandemia, aviso para los creadores de la ocurrencia: revisen y corrijan. Es más, inventen otra cosa, y si puede ser, no se esperen a que estemos contaminados hasta las orejas.

¿Por qué me parece una alternativa fallida?, pues porque hemos dejado a miles de criaturas delante de pantallas parlantes bostezando, legañosos, adormilados y aburridos sin el ambiente, el entorno o el clima, que casi siempre suma. Este 'ingenioso' sistema semi presencial ha convertido en aulas sus 'sagradas' habitaciones, donde ven series, están al tanto de las redes sociales y juegan al zombie tsunami o al parking jam con el móvil. No son el sitio para atender la clase de literatura o la de historia; tampoco el salón del hogar, ni la cocina. Yo me he visto sorteando cámaras como si fuera una celebrity pillada in fraganti. No me veré en otra.

En fin, esta forma de continuar las clases en pandemia me está resultando una liquidación selectiva de alumnos (y ya abandono las sutilezas), que podrían ser lo que quisieran si no perdieran la conexión con los centros educativos, que son el principal entorno que puede fomentar voluntades. Con la semi presencialidad se corre el riesgo de que estas puedan quedarse en pausa para siempre, o lo que es lo mismo, en estado vegetativo. Y es que el mundo sopla siempre a favor de quienes vienen con disposición de fábrica, no para quienes necesitan un empujón.

Creo que aquellos adolescentes, cansados por el hecho de serlo, a quienes este sistema ha dinamitado en muchos casos su poca disciplina, su escaso orden, su minúscula rutina, van a ser los próximos damnificados de otra epidemia, la de la apatía derivada de una orfandad por parte de responsables que sólo tienen que garantizarles un tutelaje educativo, ahora negado por su absoluta incapacidad para superarse en tiempos de crisis. Y, aunque la familia achuche, en esta etapa no es suficiente.

Porque en los centros educativos encuentran casi siempre el ánimo que les falta, se miran en otros de su misma especie y condición y quieren estudiar lo mismo, apuntarse a lo mismo (hay, como en todo, importantes excepciones). Los mismos profesores estimulan cuando observan aptitudes, cuando descubren capacidades innatas. Todo esto se pierde en clases telemáticas, donde los conocimientos fluyen pero las relaciones son a ciegas.

Seguir las clases en casa no mola nada. Y ya no me meto en que la conciliación de los progenitores se ha ido al traste ni tampoco en la pérdida de intimidad para toda la familia por ese Gran Hermano al revés, en el que son las cámaras quienes introducen en tu salón a profesores hablando de derivadas o de los países del continente africano (por cierto, acabo de descubrir que Suazilandia se llama Esuatini). Tampoco me voy a referir a las interrupciones porque se caído la wifi ni a los días que no hay clase porque los del otro grupo están haciendo el examen.

Los alumnos deben estar en las aulas, a la vista de compañeros y profesores, deben salvaguardarse todas las posibilidades de relacionarse, de opinar, de reír y, sobre todo, de crecer, madurar y pensar. 
No creo que el derecho a la educación deba ser para los días impares ni para semanas alternativas. Ir al centro educativo, ese gesto que puede ser insignificante, es todo un proceso que requiere levantarse, vestirse y desayunar a la misma hora; acudir al instituto es dejar fluir las conexiones naturales entre personas de la misma edad. Esto no debe tener interrupciones, tampoco la vinculación con los profesores.

Para la próxima pandemia, no conviertan a nuestros alumnos en presencias a medias. Permitan un crecimiento sin cortes, para que no se queden raquíticos, que luego pasa lo que pasa: se hacen mayores, se convierten en gestores y no saben hacer la o con un canuto.

lunes, 1 de febrero de 2021

Colas

La vida independiente que tienen nuestros recuerdos es algo que admiro y me sorprende a partes iguales, incluso reconozco que me atemoriza el hecho de que no pueda controlar su presencia ni su invisibilidad. Saltan y se esconden sin mi intervención y ello, he de confesar, me desconcierta y hasta me inquieta. 

Así es que la actualidad de estos días, ha hecho brotar imágenes amodorradas, poco nítidas casi amarillentas,  tanto que no puedo entrar en detalles visuales pero sí me ha hecho revivir sentimientos y sensaciones poco agradables. Aunque, al menos, me ha servido para atar cabos, porque, qué son si no los recuerdos... pues eso, una ristra de piezas que explican casi al tuntún lo que somos.

Por tanto, me ha venido a la cabeza esas mañanas de sábado, muy lejanas y frías, en las que tenía que ir a la tienda a hacerle “mandados” a mi madre. Entonces era muy cría, ni siquiera adolescente, y entraba a la carnicería, donde por arte de magia empequeñecía más al verme rodeada de tantas mujeres con su larga lista de pollos, chuletas y huesos de espinazo. Yo me aprendía de memoría todas las caras y estaba pendiente de quienes entraban después de mí para saber con exactitud matemática cuándo me tocaba. Por aquel entonces no me atrevía a levantar la voz delante de tanta gente ni siquiera para hacer la típica pregunta: ¿quién es la última?  o ¿quién da la vez? Y era un rato de mucho nervio y de mucho temor. Mi timidez me impedía imponer mi presencia y ello me provocaba una tremenda ansiedad ante la posibilidad de que alguien se me colara, algo que me pasaba con cierta frecuencia y me producía una impotencia demasiado grande para lo chica que yo era. 

Entonces, no entendía bien por qué me hacía sentir tan mal que alguien me adelantara, pero se convirtió en una tara que me ha perseguido durante toda mi vida. Ahora no me pasa nadie pero la desazón perdura, como una huella petrificada. Sólo se me cuela quien yo permito, por ejemplo, cuando hay alguien detrás de mí en una caja de supermercado con un par de cosas y yo llevo la cesta llena, aunque eso forma parte de la buena educación. Es generosidad, es solidaridad. Sin embargo, soy incapaz de pedir que me dejen pasar porque llevo una sola cosa... yo, que no soporto esperar ni en los semáforos.

Y ahora, en plena debacle por saltarse la vez, el turno o el protocolo de vacunación me han venido a la cabeza estos miedos que se te agarran como una tos crónica porque el gesto de que alguien te aparte y se crea con derecho a adelantarte, conlleva cierto maltrato: es un intento de decirte mi tiempo es mejor que el tuyo, soy más válido que tú y tengo que estar antes, y también es una forma de menospreciarte. En el caso de las vacunas es aún peor porque es visualizar que en este mundo de todos somos iguales seguimos mimando actitudes que priorizan vidas, incluso las que están a salvo, cuando la realidad es que nadie, ninguno, somos imprescindibles. 

Mientras poco a poco logro tener mis taras adiestradas, seguiré respetando las colas, algo que aconsejo porque es una vieja forma de mantener el orden y nos sirve para conservar la ilusión de que aún somos iguales.