domingo, 21 de febrero de 2021

Presencial

Nada. No me han convencido. La semi presencialidad de las clases es un apaño poco útil. Y estoy siendo sutilmente cauta.

Al margen del esfuerzo de los profesionales de la educación, a quienes me he encontrado por diferentes rincones de mi casa, una mañana sí y otra no, la fórmula no es más que un ensayo que hace aguas. Para la próxima pandemia, aviso para los creadores de la ocurrencia: revisen y corrijan. Es más, inventen otra cosa, y si puede ser, no se esperen a que estemos contaminados hasta las orejas.

¿Por qué me parece una alternativa fallida?, pues porque hemos dejado a miles de criaturas delante de pantallas parlantes bostezando, legañosos, adormilados y aburridos sin el ambiente, el entorno o el clima, que casi siempre suma. Este 'ingenioso' sistema semi presencial ha convertido en aulas sus 'sagradas' habitaciones, donde ven series, están al tanto de las redes sociales y juegan al zombie tsunami o al parking jam con el móvil. No son el sitio para atender la clase de literatura o la de historia; tampoco el salón del hogar, ni la cocina. Yo me he visto sorteando cámaras como si fuera una celebrity pillada in fraganti. No me veré en otra.

En fin, esta forma de continuar las clases en pandemia me está resultando una liquidación selectiva de alumnos (y ya abandono las sutilezas), que podrían ser lo que quisieran si no perdieran la conexión con los centros educativos, que son el principal entorno que puede fomentar voluntades. Con la semi presencialidad se corre el riesgo de que estas puedan quedarse en pausa para siempre, o lo que es lo mismo, en estado vegetativo. Y es que el mundo sopla siempre a favor de quienes vienen con disposición de fábrica, no para quienes necesitan un empujón.

Creo que aquellos adolescentes, cansados por el hecho de serlo, a quienes este sistema ha dinamitado en muchos casos su poca disciplina, su escaso orden, su minúscula rutina, van a ser los próximos damnificados de otra epidemia, la de la apatía derivada de una orfandad por parte de responsables que sólo tienen que garantizarles un tutelaje educativo, ahora negado por su absoluta incapacidad para superarse en tiempos de crisis. Y, aunque la familia achuche, en esta etapa no es suficiente.

Porque en los centros educativos encuentran casi siempre el ánimo que les falta, se miran en otros de su misma especie y condición y quieren estudiar lo mismo, apuntarse a lo mismo (hay, como en todo, importantes excepciones). Los mismos profesores estimulan cuando observan aptitudes, cuando descubren capacidades innatas. Todo esto se pierde en clases telemáticas, donde los conocimientos fluyen pero las relaciones son a ciegas.

Seguir las clases en casa no mola nada. Y ya no me meto en que la conciliación de los progenitores se ha ido al traste ni tampoco en la pérdida de intimidad para toda la familia por ese Gran Hermano al revés, en el que son las cámaras quienes introducen en tu salón a profesores hablando de derivadas o de los países del continente africano (por cierto, acabo de descubrir que Suazilandia se llama Esuatini). Tampoco me voy a referir a las interrupciones porque se caído la wifi ni a los días que no hay clase porque los del otro grupo están haciendo el examen.

Los alumnos deben estar en las aulas, a la vista de compañeros y profesores, deben salvaguardarse todas las posibilidades de relacionarse, de opinar, de reír y, sobre todo, de crecer, madurar y pensar. 
No creo que el derecho a la educación deba ser para los días impares ni para semanas alternativas. Ir al centro educativo, ese gesto que puede ser insignificante, es todo un proceso que requiere levantarse, vestirse y desayunar a la misma hora; acudir al instituto es dejar fluir las conexiones naturales entre personas de la misma edad. Esto no debe tener interrupciones, tampoco la vinculación con los profesores.

Para la próxima pandemia, no conviertan a nuestros alumnos en presencias a medias. Permitan un crecimiento sin cortes, para que no se queden raquíticos, que luego pasa lo que pasa: se hacen mayores, se convierten en gestores y no saben hacer la o con un canuto.

lunes, 1 de febrero de 2021

Colas

La vida independiente que tienen nuestros recuerdos es algo que admiro y me sorprende a partes iguales, incluso reconozco que me atemoriza el hecho de que no pueda controlar su presencia ni su invisibilidad. Saltan y se esconden sin mi intervención y ello, he de confesar, me desconcierta y hasta me inquieta. 

Así es que la actualidad de estos días, ha hecho brotar imágenes amodorradas, poco nítidas casi amarillentas,  tanto que no puedo entrar en detalles visuales pero sí me ha hecho revivir sentimientos y sensaciones poco agradables. Aunque, al menos, me ha servido para atar cabos, porque, qué son si no los recuerdos... pues eso, una ristra de piezas que explican casi al tuntún lo que somos.

Por tanto, me ha venido a la cabeza esas mañanas de sábado, muy lejanas y frías, en las que tenía que ir a la tienda a hacerle “mandados” a mi madre. Entonces era muy cría, ni siquiera adolescente, y entraba a la carnicería, donde por arte de magia empequeñecía más al verme rodeada de tantas mujeres con su larga lista de pollos, chuletas y huesos de espinazo. Yo me aprendía de memoría todas las caras y estaba pendiente de quienes entraban después de mí para saber con exactitud matemática cuándo me tocaba. Por aquel entonces no me atrevía a levantar la voz delante de tanta gente ni siquiera para hacer la típica pregunta: ¿quién es la última?  o ¿quién da la vez? Y era un rato de mucho nervio y de mucho temor. Mi timidez me impedía imponer mi presencia y ello me provocaba una tremenda ansiedad ante la posibilidad de que alguien se me colara, algo que me pasaba con cierta frecuencia y me producía una impotencia demasiado grande para lo chica que yo era. 

Entonces, no entendía bien por qué me hacía sentir tan mal que alguien me adelantara, pero se convirtió en una tara que me ha perseguido durante toda mi vida. Ahora no me pasa nadie pero la desazón perdura, como una huella petrificada. Sólo se me cuela quien yo permito, por ejemplo, cuando hay alguien detrás de mí en una caja de supermercado con un par de cosas y yo llevo la cesta llena, aunque eso forma parte de la buena educación. Es generosidad, es solidaridad. Sin embargo, soy incapaz de pedir que me dejen pasar porque llevo una sola cosa... yo, que no soporto esperar ni en los semáforos.

Y ahora, en plena debacle por saltarse la vez, el turno o el protocolo de vacunación me han venido a la cabeza estos miedos que se te agarran como una tos crónica porque el gesto de que alguien te aparte y se crea con derecho a adelantarte, conlleva cierto maltrato: es un intento de decirte mi tiempo es mejor que el tuyo, soy más válido que tú y tengo que estar antes, y también es una forma de menospreciarte. En el caso de las vacunas es aún peor porque es visualizar que en este mundo de todos somos iguales seguimos mimando actitudes que priorizan vidas, incluso las que están a salvo, cuando la realidad es que nadie, ninguno, somos imprescindibles. 

Mientras poco a poco logro tener mis taras adiestradas, seguiré respetando las colas, algo que aconsejo porque es una vieja forma de mantener el orden y nos sirve para conservar la ilusión de que aún somos iguales.