Nada. No me han convencido. La semi presencialidad
de las clases es un apaño poco útil. Y estoy siendo sutilmente cauta.
Al margen del esfuerzo de los profesionales de
la educación, a quienes me he encontrado por diferentes
rincones de mi casa, una mañana sí y otra no, la fórmula no es más que un
ensayo que hace aguas. Para la próxima pandemia, aviso para los creadores de la ocurrencia: revisen y
corrijan. Es más, inventen otra cosa, y si puede ser, no se
esperen a que estemos contaminados hasta las orejas.
¿Por qué me parece una alternativa fallida?,
pues porque hemos dejado a miles de criaturas delante de
pantallas parlantes bostezando, legañosos, adormilados y
aburridos sin el ambiente, el entorno o el clima, que casi siempre suma. Este 'ingenioso' sistema semi presencial ha convertido en aulas sus 'sagradas' habitaciones, donde ven series, están al tanto de las redes sociales y juegan al zombie tsunami o al parking jam con el móvil. No son el sitio para atender la clase de literatura o la de historia; tampoco el salón del hogar, ni la cocina. Yo me he visto sorteando cámaras como si fuera una celebrity pillada in fraganti. No me veré en otra.
En fin, esta forma de continuar las clases en pandemia me
está resultando una liquidación selectiva de alumnos (y ya
abandono las sutilezas), que podrían ser lo que quisieran si
no
perdieran la conexión con los centros educativos, que son el
principal entorno que puede fomentar
voluntades. Con la semi presencialidad se corre el riesgo de
que estas puedan quedarse en pausa para siempre, o lo que es lo mismo,
en estado vegetativo. Y es que el mundo sopla siempre a favor de quienes vienen con disposición de fábrica, no para quienes necesitan un empujón.
Creo que aquellos adolescentes, cansados por el hecho de
serlo, a quienes este sistema ha dinamitado en muchos casos su poca disciplina, su escaso orden, su minúscula rutina, van a ser los
próximos damnificados de otra epidemia, la de la apatía derivada de una orfandad por parte de responsables que sólo tienen que garantizarles un tutelaje educativo, ahora negado por su absoluta incapacidad para superarse en tiempos de crisis. Y, aunque la familia achuche, en esta etapa no es suficiente.
Porque en los centros educativos encuentran casi siempre el ánimo
que les falta, se miran en otros de su misma especie y condición y quieren estudiar lo mismo,
apuntarse a lo mismo (hay, como en todo, importantes
excepciones). Los mismos profesores estimulan cuando observan
aptitudes, cuando descubren capacidades innatas. Todo esto se
pierde en clases telemáticas, donde los conocimientos fluyen pero las relaciones son a ciegas.
Seguir las clases en casa no mola nada. Y ya no me meto en
que la conciliación de los progenitores se ha ido al traste ni tampoco en la pérdida de
intimidad para toda la familia por ese Gran Hermano al revés,
en el que son las cámaras quienes introducen en tu salón a
profesores hablando de derivadas o de los países del
continente africano (por cierto, acabo de descubrir que Suazilandia se llama Esuatini). Tampoco me voy a referir a las
interrupciones porque se caído la wifi ni a los días que no hay clase porque los del otro grupo están haciendo el examen.
Los alumnos deben estar en las aulas, a la vista
de compañeros y profesores, deben salvaguardarse todas las posibilidades
de relacionarse, de opinar, de reír y, sobre todo, de crecer, madurar y
pensar.
No creo que el derecho a la educación
deba ser para los días impares ni para semanas alternativas. Ir al
centro educativo, ese gesto que puede ser insignificante, es todo un
proceso que requiere levantarse, vestirse y desayunar a la misma hora;
acudir al instituto es dejar fluir las conexiones naturales entre
personas de la misma edad. Esto no debe tener interrupciones, tampoco la
vinculación con los profesores.
Para la próxima pandemia, no conviertan a nuestros alumnos en presencias a medias. Permitan un crecimiento sin cortes, para que no se queden raquíticos, que luego pasa lo que pasa: se hacen mayores, se convierten en gestores y no saben hacer la o con un canuto.