jueves, 27 de abril de 2023

Desencanto

No sé qué ocurrirá en las próximas elecciones. No me fío de encuestas (lástima de trabajo) ni del optimismo de los candidatos pero sí de lo que escucho en la calle. Y me preocupa. Me llegan opiniones a borbotones, sin buscarlas y es descorazonador. Ejemplo de ello es cuando hace unas semanas me tomaba mi café en una terraza soleada, sola, y una pareja joven con un bebé hablaba de una convocatoria de ayudas que, textualmente, sólo iba a beneficiar a catorce, “son ayudas que sacan para ellos y los suyos”, decía él refiriéndose a los gobernantes, demostrando así una absoluta desconfianza en las instituciones y en quienes las gestionan. Hablaban para quien quisiera escuchar, sin temor ni complejos, y me dio tristeza no por la poca fe (los descreídos y ateos son cada vez más frecuentes), sino por la poca esperanza en una sociedad mejor y en la posibilidad que abre unas elecciones de cambiarlo todo. La dureza de sus palabras, su convicción y ese sentimiento de que no hay remedio contrastaban bastante con el hecho de haber traído un hijo al mundo.

Otro ejemplo fue con un joven de 22 años en la peluquería, quien me aseguraba que no iba a ir a votar. Me extrañó su apatía temprana y su neófito pesimismo “¿a quién voto?, no me convence nadie y tampoco leo lo que proponen”. Me topo con más ejemplos a diestro y siniestro (siniestro, nunca mejor dicho), que son como mantras y que dicen así: “son todos unos sinvergüenzas, unos corruptos, son todos iguales”. Ahí tenemos las primeras frases del nuevo credo, el credo de los ateos, el que escuchas en cualquier esquina, terraza, peluquería, parada de autobús o cola de supermercado, en la sala de espera de un centro cualquiera o entre dos personas que han salido a sumar los diez mil pasos. Y mientras tanto, en esas mismas calles, enfrente o al lado de donde se ora como en el muro de las lamentaciones están los carteles de los sonrientes candidatos ajenos a todo o pasando de todo, con sus propios credos que nos persiguen e incitan a votar. Están en las principales avenidas compitiendo entre sí pero de espaldas a la misma calle, ese lugar donde hay tanto descreído, resignado, pesimista… que no cree en los políticos pero tampoco cree que puedan cambiar la política ni la inercia que tanto critican.

Yo sí iré a votar, después de ahuyentar la tentación de no hacerlo aunque tampoco sé a quién votar y mis razones son para otro artículo. No obstante, tengo amigos y conocidos, que han estado en primera línea reivindicando derechos y libertades en momentos poco favorables, que me han asegurado que no lo van a hacer. Y luego están los jóvenes que se estrenan ante la urna, algo que para mí fue un momento señalado, pero a ellos les da pereza ¿Ya?, como hacer la cama o recoger la habitación. Nadie lucha contra la desafección ni el desencanto, y los jóvenes, que son quienes están menos maleados, quienes tienen más ímpetu y empuje, vienen cansados de serie. No puede ser, no es lógico que les ocurra esto cuando no han vivido lo suficiente para ser víctimas de la decepción. Mi hija vota por primera vez, sus amigos, también. No tienen entusiasmo alguno, no les inspira ni una pizca de curiosidad. Y sus referencias son muchas veces lo que oyen en la calle, esos mantras más creíbles que erróneos. Y sí, me da tristeza, mucha, que no encuentren alguien que les atraiga aunque después les decepcione. Una pena.

Cada uno que haga lo que quiera, yo no voy a dar lecciones de nada, pero no deja de sorprenderme y desconsolarme la inmensa división existente entre todos los descreídos de la política y quienes la practican, unos en el polo norte y otros en el polo sur, distantes y contrapuestos, tan de espaldas, con objetivos distintos, lenguajes distintos y, por supuesto, oraciones distintas.

Yo, como no soy mucho de rezar, por si acaso, me consolaré con un dicho que me gusta mucho: ¡Que el señor nos pille confesados!