sábado, 27 de junio de 2020

Mejores

Hemos dejado atrás el estado de alarma y ya nos creemos normales. Desde el momento cero hemos salido a las calles contagiados por un frenesí, parecido en lo incomprensible a la compulsiva compra de papel higiénico. Es curioso que una de las acepciones de normal sea lógico porque yo este delirio lo sitúo a años luz de lo racional y de la razón.
Una pena que estemos desaprovechando la oportunidad. Una vez comprobado que el planeta es capar de subsistir sin nuestra presencia, que las ciudades no se resienten sin nuestro ruido y que las calles no nos echan de menos, deberíamos sacar conclusiones acerca de este reciente periodo de confinamiento tan excepcional, tan raro y tan memorable.
A mí me ha gustado confinarme. Me ha parecido una experiencia de la que he podido aprender a vivir detalles que tan fugazmente nos rozan a diario sin prestarles ni un mecánico pestañeo.
Pero la principal y más admirable enseñanza es que, pese al poder del ser humano y su evolución, el entorno que intentamos doblegar en favor de un supuesto bienestar ha respirado aliviado. Y lo que es aún más sobresaliente, es capaz de vivir independiente de nuestra existencia.
Ahora contemplo las calles repletas de seres, ansiosos por recuperar una normalidad como si fuera la panacea y creo que es por aferrarnos a lo que conocemos, a lo que sabemos manejar. La normalidad es a lo que vuelves tras unas vacaciones, un viaje o un evento. Sin embargo, el estado de alarma no nos ha dejado igual, pero ¿seremos mejores?
Creo que no, no es que hayamos salido peor, aunque sí igual que antes. Hemos salido a estampida, con mascarilla, embadurnados en gel hidroalcohólico y con la misma tontuna de antes, con la misma incontinencia consumista y con la misma rabia tras la otra mascarilla, la de las redes sociales.
Mejores no, pero anormales sí. Somos anormales por esta fiesta de máscaras sin fin y también porque no nos hemos permitido entrar de puntillas de nuevo en las calles de la ciudad y respetar al menos durante un tiempo su silencio y su paz.
Me inquieta volver a lo vivido, a lo conocido, a lo de siempre, sin superarnos. Yo confiaba en que el encierro al que nos sometió el bichito nos iba a transformar en seres más extraordinarios, más agradecidos, solidarios, generosos y tolerantes. Creía, abducida por otro bichito, el de la fantasía, que en cuanto descubriéramos la gratitud de la naturaleza floreciendo, purificándose, engrandecida, que en cuanto gozáramos de la quietud de las ciudades, de las autovías sin accidentes, del aire más limpio, nos íbamos a abrazar a este entorno nuevo y nos mimetizaríamos con él.
Yo, lo reconozco, he estado en la gloria, rara, pero en la mismísima gloria. El encierro me ha dado muchas cosas buenas y me ha evitado otras malas, como tener que escuchar, incluso ver, a personajes que el destino pone en tu vida. Cada uno tiene su cruz.
Así que a mí que me echen otro confinamiento. Prometo no hacer ruido.