miércoles, 30 de septiembre de 2020

Madres

Me bullía la idea enmarañada, pero ha sido necesaria la muerte de otra de nuestras madres para cerciorarme de que en cada marcha hay un duelo intrínseco para aquellas que aún conservamos a las nuestras, como si empezáramos a practicar para cuando toquen nuestras despedidas irremediables, y eso  tiene mucho de cruel y también de certeza.

Las madres de mis amigas mueren y yo me aflijo por sus huérfanas pero lloro por mi orfandad probable cuando no toca. Ojalá no tocara nunca, pero es el único orden del universo que el ser humano, que lo ha atravesado, deformado y transformado todo, no puede trastocar, no puede agredir ni engañar.

Se mueren nuestras madres, esas mujeres silenciosas en tantos temas y trabajadoras que nos dieron todo lo importante, invirtiendo en estudios, bodas y nietos, sabiendo privarnos de lo escaso insignificante. Educaron a mi generación en unos valores incorruptibles, en compromiso, responsabilidad y dignidad. 

Se van las madres dejando un eco de preguntas, a veces retóricas, a veces mal respondidas: ¿has comido?, ¿a qué hora piensas volver? Y una estela de recomendaciones: Lleva cuidado, llámame cuando llegues. Eran, son, las madres a las que temíamos defraudar, las mismas que colocaron nuestros diplomas o títulos universitarios en su salón.

Nos hicieron de muro de contención, a veces ante nuestros propios padres, pero sobre todo ante rituales rancios. Por ellas mismas no les llevaremos luto aunque se nos ponga el corazón negro. Nos libraron de prejuicios y nos permitieron una libertad quedándose ellas una parte por pura proteccion.

Porque sí, entendieron la libertad que nos tocaba sin hacer demasiadas preguntas sobre su uso. Intuían pero callaban intencionadamente porque no querían toda la verdad de nuestros devaneos.

Son las madres de besuqueo escaso pero de asidero seguro, de las que no te sueltan la mano aunque hayas cumplido los 50, las madres de levantarte los sábados a limpiar y de enseñarte todo lo que ellas manejaron hasta el final con una destreza, que sabía a sábanas recién planchadas y a guisos de domingo. Nos regalaron hasta parte de su cuidado ajuar como compensación al no aceptarles el nuestro.

Nos pusieron el listón alto sin hablarnos mucho de la vida porque les bastaba dejar señalada la senda por la que seguir como si se tratara de la baba de un caracol. Lo hicieron bien. Las respetamos por ello pero sobre todo por ser nuestras madres, esas que aún, cuando vas a verlas, abren el frigorífico y la despensa para que te lleves algo de comer, esas que rieron con nuestros hijos, esas que mantuvieron a plomo nuestro hogares hasta el final, para que siempre tuviéramos un lugar donde volver.

Las madres de mi generación eran las que ocupaban la casilla con las siglas SL, sus labores, cuando había que rellenar algún formulario en el colegio y nos preguntaban por su profesión. Quizá fueron las últimas. 

Pero trabajaron sin descanso por que fuéramos bien vestidos y comidos, para que camináramos derechos, para sacarle a los dobladillos de faldas y pantalones.

Todo eso y mucho más son las madres que se nos van y, aunque sea ley de vida, dejan este inabarcable mundo más vacío y nuestras vidas llenas de vestidos a los que arreglar la cremallera, de estómagos esperando sus táper y de almas enlutadas hasta que nos reunamos con ellas.