jueves, 31 de octubre de 2019

Mar Menor

Pedían el otro día reivindicar la salvación de Mar Menor a través de nuestros recuerdos con este mar de fondo. A malas penas rememoro alguna cosa. Tengo que hacer un pequeño esfuerzo y al rato como si fueran olas venidas desde donde el agua cubre me llegan retazos.
Y es que el Mar Menor para mí siempre ha sido el mar, mi único mar. El primero que conocí, en el primero que me bañé, el primero en el que tragué agua tras un capuzón. Era el mar que olía a tortilla de patatas y conejo frito con tomate, que nos servían desde una fiambrera, como mis mayores siempre han llamado a los tupperware.
Era el mar de las silletas y mesas plegables, donde jamás salía volando la sombrilla, porque allí se inventó la brisa, suave, discreta. Era el mar de la nevera azul, el de las únicas y pocas vacaciones que podíamos disfrutar en familia. Era el mar de Murcia, esa tierra de la que me hablaban mis padres porque era la suya.
Con los bañadores ya puestos, llegábamos cargados hasta la orilla. Conquistábamos una parcela diminuta de ese pequeño mar aniñado y clavábamos la sombrilla como quien clava su bandera tras conquistar la cima. Veníamos en aquel SEAT 124 de segunda mano en el que siempre me mareaba, con los primos, a quienes veía con la misma frecuencia que al Mar Menor. Nos bañábamos, entrábamos y salíamos corriendo, eufóricos, con esa excepcional alegría tan peculiar de los niños. Nos divertíamos con los padres y tíos que nos perseguían por el agua con los brazos arqueados que utilizaban como remos. Era el mar en el que podías adentrarte porque el agua nunca te cubría.
Y es que el Mar Menor siempre fue inofensivo y generoso. Nos ha proporcionado identidad y singularidad, ha sido un mar del que hemos presumido orgullosos y nunca supimos agradecerle nada. He disfrutado de sus días, de sus magníficos atardeceres, de sus noches, me ha hecho soñar, me ha acompañado en lecturas. Poco más se le puede pedir.
Ese mar para remojarse, de bañarse hasta las rodillas, de sentarse en la orilla recolectando piedrecitas, esa laguna salpicada de pequeñas islas sobre las que se contaban decenas de leyendas, ese mar ya no existe. ¿Volverá?
Quizá está desapareciendo por su apellido, Menor, y ya sabemos que a los seres humanos nos gusta doblegar a los que creemos más pequeños. Ojalá vuelva hecho un hombre... mejor dicho: toda una mujer.

domingo, 6 de octubre de 2019

Tápate

 Eugenia, de 13 años (una edad tremenda), llega casi a las 15h a casa acongojada (nada que ver con acojonada, más vulgar y relacionado con un pánico que ella siente, pero a ratos).
-Me han llevado a Jefatura, explica sin un hola preliminar.
-¿Qué has hecho?, se le interroga sin anticipar una justa presunción de inocencia.
-Ha sido por el top.
La respuesta, sin tener nada que ver con la falta sospechada, lleva a su madre de la indignación, a la furia y de ahí a la regañina, todo en un torbellino de incoherencia y contradicción difícil de ordenar.
-Es que ese top no es para ir al instituto, advierte la madre que no está nada convencida de lo que dice.
-Si llevaba una chaqueta encima y no se me ve nada, lo que pasa es que me la he quitado un momento porque tenía calor. Hay chicos que van enseñando el calzoncillo y a mí me da igual.
-Pero es que no sois conscientes de que hay que ser más comedidas, avisa la madre que cree que la han abducido y por eso se expresa en semejantes términos.
-Me dicen que ir así es una falta de respeto pero ¿a quién?, pregunta inteligentemente la niña mientras asegura:
-Sé que no me vas a dar la razón, y la madre se siente absolutamente descubierta.
Y es que una se plantea si, en contra de su ética, debe contradecir a una autoridad docente, si debe o no llamar la atención a la jefa de estudios del instituto, si debe corregir la forma de vestir de una adolescente que está buscando su estilo, si debe censurar determinadas prendas por lo que pueda pasar, si debe asustar para salvar a sus hijas de la jauría amenazante y retrógrada.
La madre sabe que haga lo que haga se va a equivocar. Es una madre significada como feminista y cree que estos gestos de corregir y tapar con prendas largas y anchas nutren como una hidratante el machismo, pero también es la madre que intenta proteger, defender y demostrar respeto y tolerancia. Y esto último lo ha logrado porque la niña no para de decir que a ella le da igual (porque le parece bien) cómo vayan los demás.
El curso pasado a una compañera se le recriminó el pantalón corto porque era muy corto. Eugenia también se enfureció, y entonces la madre aprovechó para explicarles que esas prendas tan mínimas no son higiénicas sobre todo con el trasiego de cambio de aula que obliga a sentarse en sillas diferentes cada hora. Igualmente, ha utilizado el argumento de que no es necesario caer en lo soez ni vulgar, “hay que gastar finura”, como decía la abuela. Y volvemos al argumento ‘vintage’.
Así vamos salvando los platos por los pelos, pero que una profesora la mande con la jefa de estudios por llevar un top que sólo deja al descubierto un ombligo es tratarla igual que si hubiese empujado a un compañero por el pasillo o hubiese robado un móvil. Es el mismo procedimiento. Y lo peor es que siente miedo a que le abran un expediente, por eso pasa el trance en silencio y no dice lo que opina. Están criminalizando en un instituto público, cuyas antiguas instalaciones, que impiden tener aire acondicionado, están acorde con la mentalidad de algunos profesores.
Tras un rato de reflexión no se van las ganas de ponerse delante del director y pedirle que se quiten la máscara y ordenen de una vez por todas las prendas idóneas para acudir al centro o incluso que obliguen al uniforme si es tanto el riesgo que se corre.
Estamos asustados, confundidos y, a ratos, abochornados porque no sabemos por qué el machismo es tanto y tan salvaje pero no debemos perder el norte ni pedir que nos tapemos para solventar un problema gravísimo de violencia y muerte.
Hay que educar la mirada de muchos, hay que normalizar, hay que aconsejar, hay que informar y no ir contra chicas que tienen calor en clase y que intentan encontrar su lugar en el mundo. El miedo no solo nos paraliza, nos arrastra al disimulo. Cuidado con los miedos que no se atajan porque se extienden como una marea negra que lo transforma todo y lo falsea.