martes, 30 de diciembre de 2014

El telediario de la calle

Creo que no hay nada en estos momentos más arriesgado que salir a la calle, salgas con el cometido que salgas. Lo mismo te entra una comercial de Naturhouse para ‘invitarte’ a perder peso que te para una señora para preguntarte por la consulta del psiquiatra, y ambas te han llevado sin quererlo a un recodo desconocido y sorprendente al facilitarte una información de la que podrías prescindir porque sus preguntas, aunque no lo parezcan, no te llegan de forma aleatoria, ambas te ven como una semejante, es decir, como a una que le sobran kilos y le falta cordura.

Luego están los voluntarios de organizaciones que están portafolios en mano pidiéndote dos minutos que sabes de sobra que como te detengas serán veinticinco. Respeto y admiro su labor. Yo no sabría hacerla. Sin embargo, reconozco que su presencia, muy incrementada en los últimos tiempos, en cualquier zona de gran tránsito, me ha hecho cambiar de ruta en varias ocasiones. No es falta de solidaridad, es otra falta la que me impide atenderles y adherirme a la causa, por muy digna y justificada que esté. 

Me sorprenden y mucho las campañas tan feroces que están desarrollando en los últimos meses, pero más si cabe la cantidad de jóvenes que aceptan este trabajo, que además ejercen con alegría. Lo que también es un dato a tener en cuenta. Y luego están los que piden, también muy extendidos por las calles de una ciudad. Estos ya no se sitúan en las principales vías urbanas, cualquier trozo de acera les es válido, sobre todo si el trozo es la entrada y salida de un supermercado. También están las colas cada vez más grandes en las sedes de Cáritas para recoger comida y ropa, por no hablar de la gente que se moviliza para recolectar productos para los bancos de alimentos.

Esa es otra, la solidaridad que también se puede percibir en una ciudad. ¿O acaso no ha sido la calle la que ha abortado cientos de desahucios? 

Además, han proliferado las tiendas de segunda mano, de venta de productos low cost y hay muchos, muchísimos locales comerciales vacíos. Lo que también son datos bastante definitorios del actual momento.

Así es la calle, un rápido vistazo in situ te ofrece más información que un telediario. Y, desde luego, para mí los titulares son de informativo de Telecinco, tristes e incluso agresivos. Y eso que no entro en las conversaciones que se oyen mientras caminas, muy reveladoras de la situación de cada uno.

Por eso, aunque los medios de comunicación recogen desde hace semanas declaraciones de los responsables políticos sobre el fin de la crisis con mensajes de que lo peor ha pasado y que 2015 será el año de la recuperación, que ya hay crecimiento o brotes verdes, yo prefiero salir a la calle para comprobar la verdad de esas informaciones. Aún no la he encontrado y si hay algo de lo que me fíe más en estos momentos es de los datos que me proporciona la calle, aunque sea para recordarme que he ganado kilos.

sábado, 20 de diciembre de 2014

Menú de una lluviosa tarde de otoño

El menú está compuesto de té con frutas deshidratadas bautizado con el nombre de ‘Calor de chimenea’, muy apropiado si se tiene en cuenta de que la lumbre está encendida y a toda tralla. También hay castañas listas para asar en las brasas, nueces y unas mazorcas de maíz, por si lo anterior no nos deja saciados.

Estás en tu sofá con tu manta, para alargar el calor creado, rodeado de esas personas con las que no haces cuentas de nada, porque son los  tuyos, a los que puedes quejarte, aparecer sin peinarte, echarles un sermón e incluso llorarles, es decir, esa única gente que es la de verdad. Además, están emitiendo en una cadena cualquiera ‘Tal como éramos’ con Robert Redford y Barbra Streisand.

Es entonces cuando percibes casi de manera invisible que ese momento, que probablemente se repita en unos días, con esos mismos ingredientes, con menos o con otros, que no tiene nada de insólito, especial, exclusivo, ese momento define la felicidad más que cualquier otra cosa.

No creo que haya otro objetivo que el ser humano busque o cualquier otro motivo por el que merezca la pena vivir, si no es por esos ratos de placer tranquilo, naturales, repletos de rutina. Por eso me cuestiono que si es ésta la aspiración, encontrar momentos de felicidad, de paz, ¿a qué se debe que nos lancemos a junglas desconocidas en busca de unos beneficios que al final no son ni tan auténticos ni tan buenos?

Nos volvemos locos con encontrar a personas que nos hagan felices, perdemos la cabeza por trabajos que nos reporten buenos ingresos aunque no nos proporcione ni estímulo ni nos enriquezca intelectualmente, buscamos viviendas que provoquen más la envidia que la confortabilidad, nos compramos costosos trajes o grandes coches para presumir de lo bien que nos va la vida. Y todo es mentira.

Porque la felicidad son instantes para los que no trabajamos ni nos esforzamos. Así que no alcanzo a entender cómo personas con prestigio, con reconocidas carreras profesionales, que han ostentado cargos y responsabilidades públicas, personas cuyos nombres quedarán anexados a ciertos episodios de la historia de este país, pierden toda su supuesta honorabilidad, se fuman todo su éxito, su bienestar y hasta su alegría por meter la mano en un cajón ajeno con el único fin de amasar una fortuna aún mayor que la que su propio estatus le ha proporcionado.

Un claro y muy actual ejemplo es la familia Pujol, acechada por la prensa a cada paso y señalada por los ciudadanos como unos quinquis cualquiera, desnuda de una gloria ahora pasada. Lo peor es que si, una vez descubiertos y acosados por la justicia y la opinión pública, les preguntáramos por su arrepentimiento, creo que no habría acto de contrición, sólo ira por que sus miembros han sido pillados ‘in fraganti’. 

Y es que estos avariciosos afortunados son incapaces de distinguir lo que es correcto de lo que no, lo que es honrado de lo que no y lo que es la felicidad de lo que no.

sábado, 6 de diciembre de 2014

Me arranco por Pimpinela

Llevaba preocupada unas semanas. Sentía que era invisible. Invisible para conseguir miles de seguidores en las redes sociales, invisible para quienes me rodean, que son sordos sólo para frases como ‘recoge eso’, ‘apaga la tele’ o ‘haz los deberes’. Invisible para los receptores de mis correos en los que me quejo de esto o aquello o en los que pido, que también pido.
Pero no, no soy invisible. Lo sé porque el Ayuntamiento de Murcia me escribe con una frecuencia tan continua que yo creo que se ha enamorado o que me va a nombrar vecina del año. También me escribe la Dirección General de Tráfico. Me escriben tanto, y de forma tan errónea, que echo cuentas y por cada vez que conduzco me ha caído más de una multa. 
Debe ser por el nombre tan común, aunque reconozco que se me ha pasado por la cabeza que hay algún agente que me tiene enfilada. No obstante, siendo más lógica, me inclino por que esta circunstancia, de la que no disfruto en exclusiva, es sólo producto o resultado del asfixiante acoso al que la administración tiene sometidos a los ciudadanos, que parece Saturno devorando a sus hijos.
Y ahora ya me pongo seria. Las arcas deben estar tan mermadas (y no voy a soltar la manida tesis de que la escasez se debe a lo mal gestionado o llevado) que ya no le basta con subir, perdón, actualizar (vamos a utilizar el mismo eufemismo) los impuestos. Te sacan el saín hasta cuando duermes. Y la verdad, ya tengo miedo de salir a la calle por si me pillan, y da igual que recicles a la hora aconsejada, que no tengas chucho que ensucie las calles, que no toques el claxon, que pagues tus impuestos puntualmente… da igual lo buen ciudadano que seas, porque estás solo, indefenso y a la deriva ante un mastodonte que además cuenta con la complicidad de las entidades bancarias que abren tu cuenta de par en par para que entren a saco. Entre lo que te embargan unos y las comisiones que te cobran los otros dan ganas de mezclar todos los residuos y comprarse un perro para que se cague en la puerta de determinados bancos.
Y ahora viene lo mejor, a veces se equivocan y tienen que devolver el importe de los embargos. No obstante, uno no se siente vencedor, se siente desolado, fatigado de luchar en batallas injustas e inútiles, que te hacen perder el tiempo y la fe.
Así que ¿miedo a Podemos?, miedo le tengo yo a que esta cultura del abuso se perpetúe.

De todas formas, viendo los escasos seguidores, las pocas respuestas recibidas y esta invisibilidad que viene y se va, he decidido comprarme no un chucho, pero sí un organillo y cantar a lo Pimpinela aquello de ‘olvida mi nombre, mi cara, mi casa y pega la vuelta’, a la entrada de cualquier edificio público. A ver si con música consigo una invisibilidad total ¡Me pongo ya a preparar la gira!