jueves, 31 de agosto de 2023

Pueblos

Ante esa propensión y tendencia a surcar los mares en vacaciones, obsesionados a partes iguales por absorber lo desconocido y por aprehender con el móvil cada roca, cada iglesia y cada playa a un ritmo enloquecido, yo apuesto por emplear el tiempo de asueto en el pueblo, el destino que desdeñamos con una simpleza aderezada de esa iniquidad absolutamente desproporcionada.

Podemos argumentar que el pueblo lo tenemos muy visto o que en el pueblo te aburres, y sí, pero no. Es verdad que conocemos al dedillo cada calle, hasta casi cada portal y, sin embargo, pasamos por alto detalles que hacen único el lugar y que incluso nos descubren quienes no son de allí. Es verdad también que las noches son para tomar el fresco en la puerta o un polo (que no un helado) y poco más. No obstante, la tranquilidad y el silencio, las sombras de callejuelas tomadas por mecedoras y macetas y la sencillez de los paisanos bien valen una estancia que favorezca la recuperación de la quietud o del bienestar, de las horas pausadas y de los atardeceres autóctonos y silenciosos, sin aplausos ni fascinación como si fueran un acontecimiento esotérico o la reaparición del cometa Halley (al que, por cierto, se le augura llegada para 2061).

Aparte de todo esto, el pueblo te regala estampas como postales de los principales monumentos del mundo. Por ejemplo, entro a un bar que huele a bar, a bar antiguo. Me recuerda a la bodega de la esquina de la calle de mis abuelos, olía a tonel no a vino, a tonel. Exhibe botellas de Marie Brizard y de Ponche Caballero, ventilador de techo y San Pancracio sin perejil. Falta el eco de la canción "Ya no puedo más", pero hay foto de Camilo Sesto en una de las paredes. Lo que resuena con cierto estruendo es la televisión a la que nadie hace caso. Suelo de terrazo y parroquiano con palillo en la boca. Es un paisaje completo. El bar se llama Loba, que es el nombre de un animal que en femenino no me suena denigrante, sino a pasión, a fuerza, a lucha.

Inciso: este país es sus bares, sobre todo los de antes, que son los que resisten en los pueblos, los de las peladuras de las gambas bajo la barra. Son los lugares donde la única fusión que se produce es la de los clientes agarrados después de tres vinos. Son lugares donde resisten las cintas de espumilla roja de una Navidad a otra. Son los bares del aperitivo familiar dominguero, después de misa, el espacio de la tertulia improvisada porque a uno le ha dado por compartir su opinión sobre política o, principalmente, sobre fútbol (¡lo que habría dado de sí el tema Rubiales!). En fin, son bares de muestrario completo en la barra y de listado de platos de memoria del camarero. Nada de carta, como mucho una hoja plastificada con los combinados donde no faltan la lechuga, el huevo frito y los calamares a la romana. Son las mismas fotos en todos los bares con los mismos 'tenedores'. Aunque eso sí, la cocinera (casi siempre una mujer) le da un sabor tan hogareño que te hace mojar hasta la cenefa del plato.

Pero en el pueblo, los establecimientos en general tienen su propia singularidad (y esto también debería ser reconocido como patrimonio universal). Si vas al estanco a las once de la mañana es probable que la señora responsable no haya abierto aún porque ha decidido limpiar la casa y hacer la comida antes de atender al público, e incluso si te pasas por la droguería, la señora (todas son señoras) te puede pedir que esperes a que se seque el suelo para que no le pises lo mojado. Y así unas compras de media hora, porque están todos los comercios en la misma calle, pueden durar mañanas enteras. Reconozco mi asombro, pero me adapto y me doy cuenta de que es el pueblo el que dicta los ritmos, el que obliga a la calma como si te abrazaran hasta que se te pasara el estrés, la ansiedad o lo que sea que traigas. En los pueblos, es donde realmente se descansa y donde hay fotos para enmarcar. El año que viene, me quedo en el pueblo.