lunes, 31 de julio de 2023

Verano

Ante el inevitable renacimiento de agosto, con julio ya cargado sobre nuestras vidas, he de decir, que ya he tenido verano para varios años. Insoportable, soporífero, angustioso, asfixiante, invivible... todo eso y mucho más.

Las calles, y la ciudad en general, son tan inhóspitas que me siento obligada a estar enclaustrada. No es un confinamiento voluntario. Como en pandemia, es forzoso si quieres conservar el poco aliento que te queda.

La insolación y la humedad hacen una pareja malvada en estos días, cuando la piel sólo tiene un estado, el pegajoso. Da igual que tengas el mejor bronceado, ya no invita al abrazo. De hecho, agradeces no encontrarte con ningún conocido que haga tiempo que no ves para no tener que pararte a pleno sol o besarle. Igual que en pandemia. La calle te expulsa y te ahuyenta, te da miedo y también grima. Hay, por tanto, muchas similitudes (salvando las distancias) con aquella etapa no muy lejana del covid: No acercarse a nadie (en esta ocasión para no contagiar el calor de tu cuerpo y evitarle la infestación que ya traen otros) y confinarte hasta que pase la ola, si es que te da tregua la siguiente. 

Antes, lo recuerdo bien, la canícula favorecía noches de fresco y mañanas de relente, pero en estos tiempos la hora del sudor no está acotada, en cualquier momento, eres una persona chorreante que no soporta ni la ropa ni a sí misma; es más, te entra hasta mala leche por la reducción de la movilidad y de las ganas que conllevan estas temperaturas. Te carcomen cualquier deseo de levantarte de debajo del chorro del aire acondicionado o del ventilador al que pones en modo estático porque no estás dispuesto compartir esa brisa cálida con el resto de la estancia, aunque tengas compañía. 

Vivimos en esta estación cruel agazapados, deseosos por contemplar cómo en el programa del Tiempo el mapa del meteosat nos confirma que ha caído la temperatura, aunque sea un único grado.

Este tórrido verano, excepcional, aunque promete repetirse los próximos años, impone una forma de vivir, que aniquila costumbres tan ancestrales como tomar el fresco en la puerta con los vecinos o ir a tomar un helado al caer la noche, y se convierte en odisea hacer la compra a cualquier hora, incluso veranear en la playa. Todo es antipático. Se instaura, por tanto, una nueva forma de enfrentarse al estío. Creo que habrá que empezar a cogerse vacaciones en noviembre o febrero, que los comercios abran a las ocho de la mañana o antes para poder ponernos a salvo en las horas de más calor e incluso que los trabajadores que están al aire libre se tomen vacaciones como los profesores. La otra opción es que sigamos construyendo junto al Mar Menor, abramos los puentes al tráfico y concedamos las competencias en medio ambiente a los negacionistas y, ya puestos, lancemos el plástico al océano ¡qué más da!, el que venga detrás que corra.

Por mi parte, estoy mirando parcelas en Alaska y, al mismo tiempo, intentando ponerme en contacto con el primo de Rajoy para que me niegue otra vez el cambio climático pero esta vez sólo para poder darme algo de calma.