sábado, 7 de octubre de 2023

Incendios

Un incendio y trece muertos. Arde todo, las discotecas, los teléfonos, los ayuntamientos, las redes, los tertulianos, los medios de comunicación, la opinión pública y la tristeza. La tristeza echa chispas que no se apagarán. Trece hombres y mujeres, padres, madres, hijos, sobrinos, amigas... muertos. Y las cenizas encendidas, las brasas incandescentes, mientras se sofoca el fuego que lo ha arrasado todo. "¡Qué mala suerte!".

Y antes del entierro, la culpa. "No es culpa mía", "yo no sabía", "yo no he sido". Pero "cuando la culpa es de todos, la culpa no es de nadie" (Concepción Arenal). Da igual a quien señales, los muertos no vuelven, aunque estén presentes. Sin embargo, algo queda. El escritor Stefan Zweig dijo "ninguna culpa se olvida mientras la conciencia lo recuerde". La conciencia y el amor de los suyos les mantendrá sonrientes, porque estoy segura de que lo último que se desengancha de la memoria sobre un ser querido es su risa.

Trece víctimas (qué horror ser una víctima con la de papeles que podemos desempeñar). Trece personas con nombres y apellidos. No más cumpleaños ni fiestas. Trece, y cientos de lágrimas, un océano entero, el mismo que los separaba de sus orígenes. Dolor, infinito dolor.

Ha habido, hay, miedo al fuego, al humo, a la vida que trae incendios y escombros. Y preguntas, miles de preguntas que empiezan con un por qué y siguen con un cómo. “¿Cómo ha podido suceder? ¡si esto es el primer mundo!”

Y más interrogantes y más miedo. Las hogueras siempre dejan rescoldos. "Esto me podría estar pasando a mí". Vivir es un milagro. Escapar de los incendios de la vida es sólo cuestión de suerte. Nadie está a salvo siempre en ninguno de los mundos conocidos.