¿Os acordáis de aquello de las armas de destrucción masiva del régimen iraquí? Aquello que tantos titulares dio y tanto justificó a los gobiernos del mundo occidental para intervenir en el país asiático se quedó en aguas de borrajas. Sin embargo, esas armas existen, están muy repartidas, muy extendidas y son tan utilizadas que todo un sistema antiterrorista mundial no podría aplacarlas.
Están todas en el móvil y a veces se disparan con el botón de publicar o twittear y donde haya caído la bomba ha caído. Otras veces, la artillería comienza al pulsar el envío de un wasap. Entre que nos creemos todo lo que nos cuentan, que muchos (y aquí no me incluyo para nada) no tienen el hábito de contrastar informaciones y que nos encanta estar en el filo de la noticia por una cuestión de protagonismo estamos todo el día pegando tiros y pasándonos por el arco de triunfo las consecuencias.
La persecución de seguidores y de palmeros nos hace perder el norte en muchas ocasiones y esto, sumado a esa obsesión por provocar la risa, nos lleva a meternos en jardines frondosos en los que ni el uniforme de camuflaje te salva.
Un ejemplo claro es el revuelo, desproporcionado para mi gusto, con los chistes sobre Carrero Blanco de la tuitera Cassandra, a la que quieren enchironar cuando, la verdad, ha bromeado sobre un personaje de quien se ha hecho más de un chiste, y de dos, en este país.
Vamos a ver, pertenecemos a una tierra de graciosos, nos hemos reído toda la vida de los discapacitados, de los gangosos, de algunas etnias, de monjas, de la Guardia Civil, del presidente del Gobierno (pasados y presente) y luego está Lepe. Nunca se han puesto puertas al inmenso campo de la gracia. Yo misma he hecho chistes poco afortunados, claro que me considero suficientemente avispada como para no publicarlos. Ahí está una de las claves, para dar a conocer al inmenso mundo una ocurrencia, hay que tener ciertos principios y saber que lo que digas en las redes, dicho queda y tiene una repercusión imposible de controlar.
Si ya, por nuestra propia idiosincrasia, nos reímos de todo, ahora además, cuando algo nos hace gracia lo compartimos sin pensar y para colmo nos lo aplauden nuestros seguidores, lo que nos llena de orgullo y satisfacción, así que ¿qué queremos? ¿respeto para todos? ¿tolerancia para los de mi pueblo? ¿que se imponga una censura sobre algunos temas? ¿libertad de expresión para todos y sobre todo? Primero vamos a aclararnos y a no crear alarmas falsas y aterradoras cuando el chiste ofende a un sector social cañero y malintencionado o simplemente viene de un tuitero a quien se la tenemos jurada por lo que sea.
En igual proporción, somos graciosos, criticones y no nos tiembla el pulso para condenar e insultar a alguien. Hace nada he leído el siguiente comentario: “Dais más asco que la mierda que os coméis por las mañanas”. Perdonadme si peco de mojigata, pero he flipado, y no es la primera vez. He llegado a cerrar los ojos ante el escándalo de hordas vociferando, echando espumarajos por la boca, contra un personaje que es de ideología contraria. ¡Qué miedo!
Yo, para mis adentros, me cago en todo, pero no lo publico. No debo. Así que el límite debe estar en nosotros mismos, en nuestro código ético. Que tengo solo 50 amigos en Facebook o 30 seguidores en Twitter, me da exactamente igual. No es algo vital. Para nadie. Prefiero a dos personas cabales que a un ejército que me dispara desde cualquier flanco.
En definitiva, si tengo que elegir entre el chiste y el insulto, me quedo con el primero. Pero condenar a un persona por unas gracietas sobre un político (asesinado, es verdad, y que, como se decía no hace mucho, que el Señor lo tenga en su gloria) es ir contra natura, es otro chiste, y este sí, de muy mal gusto.