sábado, 20 de diciembre de 2014

Menú de una lluviosa tarde de otoño

El menú está compuesto de té con frutas deshidratadas bautizado con el nombre de ‘Calor de chimenea’, muy apropiado si se tiene en cuenta de que la lumbre está encendida y a toda tralla. También hay castañas listas para asar en las brasas, nueces y unas mazorcas de maíz, por si lo anterior no nos deja saciados.

Estás en tu sofá con tu manta, para alargar el calor creado, rodeado de esas personas con las que no haces cuentas de nada, porque son los  tuyos, a los que puedes quejarte, aparecer sin peinarte, echarles un sermón e incluso llorarles, es decir, esa única gente que es la de verdad. Además, están emitiendo en una cadena cualquiera ‘Tal como éramos’ con Robert Redford y Barbra Streisand.

Es entonces cuando percibes casi de manera invisible que ese momento, que probablemente se repita en unos días, con esos mismos ingredientes, con menos o con otros, que no tiene nada de insólito, especial, exclusivo, ese momento define la felicidad más que cualquier otra cosa.

No creo que haya otro objetivo que el ser humano busque o cualquier otro motivo por el que merezca la pena vivir, si no es por esos ratos de placer tranquilo, naturales, repletos de rutina. Por eso me cuestiono que si es ésta la aspiración, encontrar momentos de felicidad, de paz, ¿a qué se debe que nos lancemos a junglas desconocidas en busca de unos beneficios que al final no son ni tan auténticos ni tan buenos?

Nos volvemos locos con encontrar a personas que nos hagan felices, perdemos la cabeza por trabajos que nos reporten buenos ingresos aunque no nos proporcione ni estímulo ni nos enriquezca intelectualmente, buscamos viviendas que provoquen más la envidia que la confortabilidad, nos compramos costosos trajes o grandes coches para presumir de lo bien que nos va la vida. Y todo es mentira.

Porque la felicidad son instantes para los que no trabajamos ni nos esforzamos. Así que no alcanzo a entender cómo personas con prestigio, con reconocidas carreras profesionales, que han ostentado cargos y responsabilidades públicas, personas cuyos nombres quedarán anexados a ciertos episodios de la historia de este país, pierden toda su supuesta honorabilidad, se fuman todo su éxito, su bienestar y hasta su alegría por meter la mano en un cajón ajeno con el único fin de amasar una fortuna aún mayor que la que su propio estatus le ha proporcionado.

Un claro y muy actual ejemplo es la familia Pujol, acechada por la prensa a cada paso y señalada por los ciudadanos como unos quinquis cualquiera, desnuda de una gloria ahora pasada. Lo peor es que si, una vez descubiertos y acosados por la justicia y la opinión pública, les preguntáramos por su arrepentimiento, creo que no habría acto de contrición, sólo ira por que sus miembros han sido pillados ‘in fraganti’. 

Y es que estos avariciosos afortunados son incapaces de distinguir lo que es correcto de lo que no, lo que es honrado de lo que no y lo que es la felicidad de lo que no.

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