lunes, 1 de noviembre de 2021

Cementerios

Para mí, el Día de Todos Los Santos ha sido tradicionalmente una jornada no laborable, de tiendas cerradas y de reportajes informativos sobre multitudinarias visitas a los cementerios. Hoy también ha sido un día así, pero no quiero que pase sin pena ni gloria, quiero grabarlo, lacrarlo en mi memoria para compensar todos esos futuros días de Todos los Santos que ya no serán como este. Quiero celebrar esta jornada porque un año más nadie espera en ningún camposanto que le lleve flores, porque todos los míos siguen conmigo. 

En general, los cementerios me han producido siempre cierto espanto. Observo desde lejos casualmente los largos cipreses despuntando entre los muros cerrados y me provocan un gran rechazo. Probablemente es el sitio del universo en el que nadie quiere estar. No lo puedo evitar. Son lugares que no me producen ninguna atracción. Y eso que los rituales, como es el caso del enterramiento, me llaman mucho la atención. Tampoco me gustan los tanatorios ni los hospitales. Abomino de los espacios de tristeza, con la misma fuerza que huyo de mi inexorable destino.

Y tienen su atractivo. No sé a quien se lo he oído o dónde lo he leído pero las diversas culturas se caracterizan también por la forma de enterrar a sus muertos. Quizá fue a Saramago. Hace ya muchos años le pregunté si tenía algo especial con los cementerios por su reiterada descripción en algunos de sus relatos. Me dijo que solía visitarlos cada vez que pisaba una ciudad nueva.

Reconozco que me fascina la gente que aprovecha este día para acercarse a un cementerio. Puedo entender el espectáculo de flores y velas, de acarrear con escobas y bayetas para limpiar lápidas, de oraciones sentidas, de desplegar sillas para echar la mañana o la tarde y de encuentros casuales entre familiares y conocidos.

Pero yo no quiero enterrar a nadie, ni que me entierren, quizá de ahí, del rito de sepultar, de esconder y de despedir me venga la fobia. Si la muerte fuera un dejar de existir sin tierra ni fosa ni flores no me pondría tan maniática ni tan temerosa. Sí, ya sé, me pueden incinerar, pero el fuego tampoco me atrae como a un pirómano, yo preferiría que me llevara el viento, sin ataúdes ni coronas.

Mi repelús tiene mucho que ver con mi propia incapacidad para disgregar cementerio de muerte, a la que siempre he obviado y, a la pruebas me remito, esquivado. Es para mí la auténtica incógnita del cosmos, no tanto por lo que depara sino por el hecho mismo de que se produzca. Evidencia con tanta claridad nuestra vulnerabilidad y nuestra debilidad que me parece sobrenatural. Pero morir es fácil aunque a muchos nos angustia y nos tortura. Sin embargo, la verdad es que lo difícil es la vida, cada día. Enfrentarnos al mundo cada minuto de nuestra existencia es mucho más farragoso. Como decía Carmen Martín Gaite “lo raro es vivir”, y pese a ello, seguimos enganchados.

Así que celebremos que estamos en esta rareza que es la vida, y respecto a los cementerios, que me esperen. No tengo intención de encerrarme en ellos ni muerta.

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