sábado, 28 de noviembre de 2015

Enamórame

No sé a quién votar, y votar para mí es una obligación y una responsabilidad, porque luego sí que nos gusta opinar y, los más atrevidos, hasta manifestarnos contra lo injusto, desproporcionado o intolerable. Primero se vota y luego se critica.
No creo que la campaña electoral, época de ‘postureo’ por excelencia, tiempo de cortejo y engatusamiento falaz, me convenza de nada, ya que estas semanas de promesas y de demostración de quién la tiene más grande, traviste más a los políticos que el carnaval.
Como todos quieren engañarme, al final me quedaré con quien me haga más gracia. Me da igual si se compra la ropa en Alcampo, si baila como Fred Astaire, si es más guapo que Clooney o si me jura que me va a poner un piso.
No quiero que me sonría ni que me bese, no quiero un ‘selfie’’ ni un autógrafo.
Si me preguntaran qué hay que tener para convencerme o enamorarme, diría, simplificando mucho, que no mientan. Con eso ya me doy con un canto en los dientes.
Si cualquier candidato saliera a la palestra a decir 'voy a intentar' en vez de 'voy a', si compartiera sus deseos con un 'quiero' o un 'me gustaría’, si no se comprometiera con temas que le han dictado, escrito o chivado al oído, y si no estuviera más pendiente de encuestas que de mí, ganaría puntos.
Si un candidato saliera a confesar que se ha equivocado diciendo: 'La cagué hasta el borde, pero además de político soy humano y a veces no estoy todo lo bien aconsejado o acertado que debería', me colocaría a su lado.
Si un candidato hablara para todos los ciudadanos y no para los de su partido, los allegados o los que están a punto de caramelo para entregarse, y se centrara en quienes han perdido sus casas, no llegan a final de mes trabajando, en quienes hacen cola en Cáritas, en quienes no pueden pagarse las tasas universitarias, en cada uno de los parados y les dijera ‘haré todo lo posible por mejorar tu vida, no sé hasta qué punto lo conseguiré, pero lo voy a intentar en cada decisión’, me tendría casi a sus pies. 
Si compartiera sus dudas, si hablara de las amenazas reales y no ocultara de forma sibilina opiniones graves o duras, si no culpara a otro de sus flaquezas, si me dijera que le tiemblan las piernas por la responsabilidad que supone gobernar, estaría ya rendida. 
Si me contara algún secreto, no inventado o de otro, sino algo que le haga sentir ridículo, que le sonroje, no le pediría nada más, sobre todo si me revela que sabe que se va a equivocar, y no una, sino muchas veces, pero que nunca serán errores que yo no pueda perdonar. Y, por pedir, ojalá me  jurara que no volverá a implorarme nada si el daño que me ha hecho es irreparable.
Porque yo no quiero ver a Dios en un trono, yo quiero ver a una persona valiente, sincera, capaz, inteligente y humana. Sí, es demasiado.
Me da igual que debata con otros en la tele, que me cuente en verso su programa, que llene plazas de toros, que pegue carteles, que reparta abrazos o que me diga incluso lo que quiero oír. Me da igual que se contonee en los programa de mayor audiencia. A cambio no le reclamaré que obre milagros, ni sea un superhombre o heroína. No quiero que me dé migajas para conformarme, aunque no perdonaré que me traicione si no es por el bien común, ni disculparé que me avergüence. Sólo le pido que me genere un deseo por él igual a su deseo por mí (por mi voto) y que me enamore sin flores ni bombones porque, pese a sus defectos y mis dudas, me fío de casi todo lo que dice. Y es que cuando quiera buenas interpretaciones, me voy al cine.

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